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Acuerdos franco-españoles de 1939

Revista defensa nº 26, junio 1980, René Quatrefáges

El 25 de febrero de 1939, la España nacional y Francia firmaron tres documentos en Burgos. Estos documentos han pasado a la historia bajo el título de “Acuerdos Bérard-Jordana”.  A pesar de las numerosas dificultades iniciales de aplicación, y de los abundantes complementos posteriores, estos textos siguen siendo hoy día la base de las relaciones entre los dos países. 

La preparación de estos acuerdos es prácticamente desconocida en Francia, tanto en lo que se refiere a su preparación como a su aplicación después de su firma. La documentación original ha desaparecido del Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores francés. Teniendo en cuenta su posible contenido, lo más probable es que fuera destruido, con muchos otros documentos, en 1940, antes de la llegada de los alemanes, obedeciendo la orden de Alexis Léger (alias, el poeta Saint John Perse), secretario general del Quai d’Orsay en ese momento. El breve expediente, rehecho, que he podido consultar, no contiene mas que una copia de los acuerdos y una nota de principio de 1940 sobre su aplicación. 

Es curioso comprobar que el expediente paralelo ha desaparecido también del Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores de Madrid: fue prestado en 1949 a un diplomático, y no se ha vuelto a saber nada de él.

Foto: Momento en el que Petain entrega sus cartas credenciales.

Sin embargo, la competencia y la amabilidad de la directora de este Archivo me han permitido trabajar sobre varios legajos próximos, detectados gracias al eficaz sistema de clasificación aplicado en el Palacio de Santa Cruz. Esto me ha descubierto una documentación rica y prácticamente desconocida que servirá de base a un próximo estudio que dedicaré a este mismo tema. 
A pesar de todo, ningún documento alude a la misión de preparación de estos acuerdos. Si hay huellas en algún sitio, habrá que localizarlas en otros archivos distintos de los oficiales de los Ministerios de los dos países. 
Esto se comprenderá mejor recordando las situaciones de ambas naciones en  los meses que precedieron a 1939. 

TARDIEU Y UNGRIA 
En Francia, en 1938 a pesar del debilitamiento y dislocación sufridas en octubre por el Frente Popular, el gobierno se resistía a decidir lo que el realismo dictaba: el reconocimiento del régimen de Franco. En este sentido, era un buen factor la moderación de Georges Bonnet, titular de Asuntos Exteriores, sobre todo teniendo en cuenta que en la Península la situación evolucionaba contra la República. En este momento, las tropas nacionales controlaban el 66,59 por ciento de la población y el 80,11 por ciento del territorio españoles; pero esta situación favorable no tenía equivalencia en el terreno diplomático. Sólo diez Estados habían reconocido defure al gobierno nacional (Albania, Alemania, Guatemala, Hungría, Italia, Japón, Manchoukuo, Portugal, El Vaticano y El Salvador); otros diez lo reconocían de facto (Bulgaria, Gran Bretaña, Grecia, Holanda, Rumania, Suiza, Checoslovaquia, Turquía, Uruguay y Yugoslavia); y Chile y Polonia mantenían una representación comercial en Burgos. Esto significa que Franco tenía un interés evidente en el reconocimiento oficial francés, con sus efectos inmediatos sobre otros países. 
Por parte francesa, el elemento claro de esta negociación fue Julien Tardieu, que acaba de morir en París a los 84 años. Nacido en Santiago del Estero (Argentina), pequeño pueblo al pie de los Andes, el 19 de enero de 1896; huérfano muy joven, volvió a Francia al pueblo de su familia, en el cual descansa. Voluntario a los 17 años, sufrió una grave intoxicación por gases durante la Primera Guerra Mundial. Entre las dos guerras combatió en París, con noble riesgo, incluso físico, al comunista André Marty, conocido después como el carnicero de Albacete cuando fue jefe de las Brigadas Internacionales. Tras la SGM y hasta su jubilación, continuó su carrera política en París, cuya alcaldía ocupó en 1960. Nuestra amistad le movió a relatarme estos hechos, a los que se refería a veces en la conversación cuando hablaba de España. 

Por parte española, fue el general Ungría, entonces coronel, quien organizó la misión. 
Todo empezó cuando Pierre Etienne Flandin, antiguo presidente del Gobierno, expuso a Georges Bonnet las razones para salvaguardar los intereses franceses en España ante los notables éxitos franquistas.

Foto: Julien Tardieu, en el Ayuntamiento de Madrid, en 1961, luciendo la Gran Cruz de Isabel la Católica.

Al mismo tiempo, el establecimiento de las relaciones diplomáticas podía impedir  una excesiva penetración alemana e italiana en sectores vitales de la economía española. Como es lógico, era necesario estudiar sobre el terreno las posibilidades de éxito de esta idea. Flandin sugirió entonces el envío de Tardieu, que aceptó la misión, favorecida además por su actuación personal contra Marty en París. 
Las investigaciones previas proporcionaron un dato fundamental: al frente de los servicios de información estaba un tal José Ungría, paisano del Generalísimo, amigos desde niños, nacidos ambos en El Ferrol y que habían hecho juntos sus estudios de preparación para la Academia. Además, Ungría era también antiguo oficial en Marruecos y había asegurado el contacto con Petain durante la guerra del Rif; sus eminentes servicios le hicieron acreedor a la Legión de Honor francesa. Por último, y siempre antes de 1936, había sido agregado militar en la Embajada española en París, donde supo hacerse abundantes relaciones, y a pesar de las circunstancias, guardó sentimientos de simpatía hacia Francia. En 1938 disfrutaba de la total confianza de Franco. 

EMPIEZA LA MISION 
El primer informe confidencial precisando el objetivo de la misión fue redactado en París y transmitido por una vía segura al propio Ungría. La respuesta no se hizo esperar y proporcionaba todo tipo de indicaciones a Tardieu para presentarse en el puente internacional de Irún en día y hora fijados. En ese momento, a principios de julio de 1938, el enviado especial de la República francesa experimentó un cierto alivio al comprobar que la barrera fronteriza se abría ante él. 
Le recibieron dos oficiales y, tras unas breves palabras, le acompañaron al otro extremo del puente, donde Ungría en persona le esperaba. Comenzó una cordial conversación, y presentó a Tardieu al capitán Caballero, hijo del que fuera embajador español en París en 1914, y que debería acompañarle durante su estancia en España. 
Instantes después, el grupo se encontraba en San Sebastián, en el restaurante Monte Igueldo, que había sido requisado. Durante varias horas examinaron los contactos posibles con personalidades conocidas por sus simpatías hacia Francia: Larraz, por ejemplo, ministro de Hacienda, y cuya esposa tenía relaciones con Francia, o Navascués, director general de tratados comerciales del Ministerio de Industria, establecido en Bilbao. El coronel se propuso amablemente para facilitar los contactos y fijar las entrevistas, redactando con toda prudencia una primera lista de personas interesadas. 
El enviado francés fue alojado en Burgos en el Hotel Condestable, requisado para el uso de las personalidades oficiales. Ungría, al despedirse, proporcionó a Tardieu todo tipo de indicaciones para que pudiera localizarle en cualquier momento. La atmósfera del hotel era asfixiante: todos espiaban a todos. Tardieu tuvo que redoblar la prudencia para no desvelar el secreto de su misión, sobre todo ante los servicios alemanes e italianos, activos y desconfiados hacia el francés recién llegado. 

Foto: El mariscal Petain, primer embajador de su país ante el Gobierno Nacional y más tarde jefe del Estado francés.

Francia no carecía de amigos en España, pero resultaba difícil admitir la actitud de un gobierno cuya política, teóricamente neutral, estaba llena de ambigüedades y que de hecho apoyaba y ayudaba a los republicanos. Todas las conversaciones terminaban en la misma pregunta: 
¿Estaba Francia dispuesta a reconocer al Estado español, cuyo jefe era el general Franco? Hábilmente Tardieu respondía que eso era el objetivo de su misión, pero que para evitar un desaire mutuo en caso de fracaso, había que juzgar previamente, sobre el terreno, las disposiciones y las actitudes. Los españoles aceptaron este sistema y las conversaciones avanzaron paso a paso. 
El enviado francés fue poco después a Bilbao para entrevistarse con Navascués, con objeto de transmitirle los rumores que circulaban en Francia sobre el interés alemán en las minas españolas de piritas, imprescindibles para la fabricación de pólvora (España tenía el 80 por ciento de las reservas europeas, y el 60 por ciento de las mundiales de este mineral). Navascués, indignado, desmintió de manera categórica, y añadió: Para demostrar que es falso, estoy dispuesto a concederle, a usted personalmente, un contrato renovable de 450.000 toneladas anuales de piritas, reconociéndole incluso la total libertad de elección de destinatario. La idea era atractiva, puesto que permitía probar en Francia que España era dueña de sus riquezas y no estaba sometida a nadie, a pesar de las apariencias, ni siquiera en los temas estratégicos. El enviado francés aceptó la proposición. 
Desde Bilbao fue a San Sebastián, donde Ungría le presentó al alcalde, señor Lequerica. Durante la entrevista este gran amigo de Francia fue previsto como embajador en París a falta del acuerdo del Generalísimo, que Ungría se comprometió a obtener. 

OTRA ETAPA 
De vuelta a Burgos, Tardieu discutió con Larraz los problemas económicos y financieros, y la renovación de las relaciones comerciales tras la normalización de la situación. El acuerdo del ministro fue una baza importante en la partida que se jugaba. 
Una vez terminadas estas visitas, el enviado francés volvió a París poco después del 14 de julio. Rápidamente puso al tanto de sus gestiones a Flandin, el cual le felicitó calurosamente viendo las excelentes perspectivas abiertas para el establecimiento de relaciones diplomáticas. El contrato de las 450.000 toneladas de piritas retuvo también su atención pensando, como Tardieu, que era un buen argumento para refutar las calumnias difundidas por los enemigos de esta política. El ministro francés, Bonnet, fue inmediatamente informado, pero pasaron varios meses en una aparente inactividad. De hecho, el gabinete parisiense estaba dividido, pero Bonnet se mantenía firme, consciente de los intereses franceses. El pretexto para estas dilaciones era, como de costumbre, el inevitable tema de preminencia, porque varios ministros pensaban que eran los franquistas quienes tenían que enviar una delegación a París. 
Durante todo el verano de 1938 Flan- desanimó a Tardieu y le mantuvo al corriente. Un día le comentó que León Berard, exministro, exembajador ante el Vaticano, erudito, académico y hábil diplomático, sería el hombre indicado para ir a Burgos oficialmente a concluir las negociaciones. Era necesario que Berard aceptase. Durante una reunión en casa de Flandin, reconoció que, a pesar de los riesgos existentes, el asunto había sido bien preparado, y que él estaba dispuesto a ir si se le pedía oficialmente y si Tardieu le acompañaba, lo cual no presentaba ningún problema. 

Foto: El embajador José Félix de Lequerica, encargado de representar la España Nacional en Francia.

Llegó el mes de noviembre, y se hizo necesario un nuevo viaje para precisar algunos detalles sobre las intenciones reales del Caudillo y vencer el escepticismo de algunos miembros del gobierno francés. Tardieu había tenido al tanto a Ungría de la marcha de las negociaciones y, de nuevo, le pidió que fijara el momento para atravesar la frontera; Ungría le esperó, y le llevó a Burgos directamente. 
Al conocer el temor del gobierno francés de ser engañado, el coronel sonrió y dijo: No hay mejor fuente para este asunto que el general Franco, al que he tenido al corriente de sus gestiones. Voy a intentar concertarle una entrevista con él, aunque no es cosa fácil teniendo en cuenta los cargos que asume. Yo soy el único que conoce sus desplazamientos, y sé que debe pasar pronto por Burgos; espere usted unos días, y yo haré posible para que él le reciba. Menos de una semana después tuvo lugar la entrevista en la agradable mansión de los alrededores de Burgos que servía de residencia al General. En un francés balbuceante Franco declaró: Usted desempeña un papel difícil pero importante para nosotros; Ungría me ha informado. Está bien, porque los acontecimientos dramáticos que vivimos no deben alejar nuestro pensamiento del vital interés que tienen nuestros dos países de acercarse. El Caudillo terminó la entrevista diciendo en español que haría todo lo que pudiera para el buen éxito de la misión, con la condición, por supuesto, que Francia también se esforzara. 
No quedaba más que fijar la fecha aproximada de la reunión oficial. Ungría sugirió febrero, y aceptó la idea de confiar la representación francesa a Léon Berard, dada, dijo, su personalidad y la excelente fama que disfrutaba en España. 

LUZ VERDE 
En París, las deliberaciones gubernamentales sobre el tema se hicieron más serenas, y a fines de enero parecía llegarse a un acuerdo sobre una decisión favorable. El 15 de febrero fue el día fijado para la entrada en el territorio español. A pesar de todo, en el tren, Léon Berard declaró su escepticismo sobre el éxito del viaje, al que había estado a punto de renunciar. La razón era una cláusula que el gobierno, en una de sus últimas reuniones, había decidido añadir al acuerdo: 
control de las bases navales de Ceuta y Baleares, con el fin de asegurarse de que los submarinos alemanes no encontrarían facilidades de abastecimiento. Esta petición podía herir el amor propio de los españoles, y amenazaba el éxito del conjunto. De ahí la decisión de que Berard no entregara una nota escrita sino de que la interpretara con habilidad a lo largo de las conversaciones, con el peligro de que el general Jordana comprendiera la maniobra y reaccionara en consecuencia. 
Ungría estaba, una vez más, en la frontera. Al día siguiente de su llegada a Burgos, Berard acudió al Ministerio de Asuntos Exteriores, donde le esperaba Jordana. La entrevista fue un mano a mano: apenas un cuarto de hora después del comienzo apareció el plenipotenciario francés con aire triste. Era el fracaso. El general había comprendido la exigencia francesa y cortado por lo sano: Pues, bien, esperaremos a que Francia comprenda mejor; se levantó y acompañó a Berard hasta la puerta. Tardieu tenía tanto más miedo cuanto que Berard pensaba volver inmediatamente a París. Tras dejarle en el hotel corrió a ver a Ungría, que esperaba en su despacho el resultado de las negociaciones. Su reacción fue instantánea:  Hay que evitar que Léon Berard vuelva a París. Tenemos la suerte de que posee una casa en Sauveterre de Bearn, no lejos de la frontera. Hay que conseguir que espere 48 horas y me deje la oportunidad de arreglar el asunto con el general Franco. Salgo inmediatamente a verle a Cataluña, al tren en el que vive, y mantengo la esperanza de que Berard podrá volver para firmar el acuerdo. 

Foto: Una estampa glorificadora publicada en Francia, en 1941, que recoge —con bastante imaginación, todo hay que decirlo— el momento en el que el mariscal francés se apresta a presentar sus cartas credenciales a Franco. 

Con reticencias, Berard aceptó el proyecto a condición de no esperar más de dos días, para que su retraso pareciera normal. Comenzó una espera inquieta. Ungría reapareció sonriente la mañana  del segundo día: Berard podía volver puesto que había instrucciones para la firma. Así terminaron bien para todos estas difíciles negociaciones. Con cierto humor se dirigió al coronel: Sus métodos, coronel, son milagrosos, y Ungría respondió: No, no, es sólo cuestión de buena voluntad. 
La misión Berard terminó favorablemente gracias a los viajes anteriores de Tardieu y sus excelentes relaciones con Ungría. Sólo quedaba el intercambio de embajadores. Lequerica, como estaba previsto, fue el español, mientras que por parte francesa, y tras la negativa de Berard, fue el mariscal Petain quien aceptó el cargo. 
El recibimiento que dispensaron los españoles al Mariscal fue entusiasta, no sólo por su glorioso pasado militar sino porque había mandado el Ejército francoespañol en la guerra de Marruecos, lo que le había valido la más alta condecoración española. No ocurrió lo mismo con Lequerica, al que ninguna autoridad oficial recibió en el puente internacional de Hendaya. Tardieu, solo, prevenido por Ungría, estaba allí. Al presentar sus excusas por tal recepción, el nuevo embajador le respondió diciendo: Puesto que está usted aquí amigo mío, la calidad bien vale la cantidad. 
Poco después, cuando el coche especial abandonó la estación de Hendaya, Julien Tardieu, una vez terminada su misión, volvió a quedar en la sombra.  


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