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Jueves, 28 de marzo de 2024 Iniciar Sesión Suscríbase

El ocaso de las democracias

El triunfo de las potencias aliadas en 1945 trajo la victoria de la democracia liberal como sistema político moralmente recto, eficiente y, sobre todo, sólido frente a los regímenes autoritarios, que se caracterizaban, principalmente, por su menor desarrollo económico. Las democracias de la posguerra, a su vez, trajeron el fenómeno político más importante de la segunda mitad del siglo XX, que fue la descolonización. Casi cien países nacían, aunque no puede decirse que el modelo democrático se asentara de manera definitiva en ellos, ya que el proceso fue liderado por la Unión Soviética y no por las potencias colonizadoras.

La Unión Soviética, si bien era una enorme máquina militar, su economía nunca pudo equipararse ni a la norteamericana, ni a la europea; y China, hasta finales del siglo pasado, era un país inmenso, pero pobre. La superioridad de las democracias basadas en el respaldo electoral y en un sistema económico y social basado en valores generalmente aceptados, como la libertad y la igualdad, tuvo su máxima expresión en la caída del Muro de Berlín. Los años noventa fueron, sin duda, el momento de máximo esplendor de  las democracias frente a los autoritarismo, pero también fueron en esos años en los que se empezó a gestar el ocaso de las democracias.

Este final del siglo XX trajo, a su vez, otro fenómeno de enorme trascendencia: los movimientos masivos de población, especialmente hacia Europa y Estados Unidos, pero también en el interior de China, Rusia y en África, hacia las ciudades. Los sistemas políticos no podían ser inmunes a estos choques culturales y comenzaron a surgir nuevos miedos y amenazas para las cuales las democracias no tenían respuestas. Las sociedades se han transformado en estos treinta años en urbanitas, en las que la información y la desin­formación fluyen con una gran rapidez, interactuando las personas a una velocidad imparable.

La necesidad de inmediatez en las respuestas se ha trasladado al mundo de la política y los pueblos no entienden cómo problemas reales o ficticios no son resueltos con celeridad. El problema de fondo es que las democracias requieren unos tiempos de gestión incompatibles con esta sociedad que espera respuestas hoy a problemas que surgieron el día anterior. Ante esta evidencia, los modelos autoritarios se solidifican en muchos países e incluso son vistos con envidia en grupos crecientes de población de las naciones occidentales.

Da igual el tipo de dificultad que se padezca, la inmigración irregular, la delincuencia, el desempleo, la inseguridad, la crisis económica, todas son circunstancias que se achacan a la propia debilidad de los sistemas democráticos. La contundente respuesta china al COVID-19 es vista por muchos falsos demócratas como un ejemplo de éxito, porque el precio poco importa. A todos estos problemas de las democracias occidentales se ha unido lo que yo llamo la soberbia de los votos.

Una clase dirigente que no procede de los grandes templos de la sabiduría, que resulta chabacana en sus modales, impredecible en sus actitudes, que desprecia los valores y que, en todo caso, los subordina a sus intereses, que trivializa los mensajes políticos buscando el chiste fácil o la ira incontenida, se ha convertido en la principal amenaza a la supervivencia de las democracias. Las fuerzas armadas, como principal instrumento de esta clase dirigente, difícilmente puede abstraerse a esta realidad, y más bien se siente atraída por llamadas evocadoras de un orden mundial que, por mucho que nos empeñemos, no existe. El mundo se vuelve caótico y ni siquiera los autoritarismos son capaces de manejar ese mundo que adopta vida propia.

¿Puede Europa seguir siéndolo si renuncia a sus valores en aras de un pragmatismo o una seguridad? La compra de voluntades por parte de los enemigos autoritarios a través de los medios de comunicación y la incorporación a sus filas de muy bien pagados asesores políticos, que tienen abiertas las puertas del poder en Europa producen resultados mucho más tangibles que las interminables reuniones de los órganos colegiados occidentales, incapaces de llegar a acuerdos y, en caso de conseguirlos, son inhábiles para implementarlos.

La democracia siempre puede triunfar frente a estos modelos o cantos de sirena si es útil y para ello es necesario reemplazar el tejido del poder, en el que la templanza y la moderación sean sus principios regidores. La democracia no es cálida, ni fría, sino templada, requiere de unos valores morales transparentes y elevados y debe alejarse de la propaganda y el griterío, del escándalo y del insulto y centrarse en resolver problemas y en no empeñarse en arreglar lo que ya está roto, ante la incapacidad de dar noticias que generen una fuerte y contundente respuesta negativa.

La política de la patada adelante solo puede conducir al final de las democracias y, por ende, del sistema económico. La tesis de no dejes para mañana lo que puedes hacer pasado mañana se ha convertido en la máxima de la acción política, muy diferente de la que rige en los países autoritarios, de no dejes para hoy lo que pudiste hacer ayer. La tesis de endeudar a las futuras generaciones, simplemente por una razón estrictamente epicúrea, asegurando el placer actual creando una ilusión óptica de que esto no afectará a nuestro posicionamiento estratégico actual, es una falacia.

El conflicto mundial al que nos encaminamos es complejo y el ocaso de las democracias traerá años de guerras, hambrunas y destrucción. Sólo un reforzamiento de las estructuras democráticas de poder y la exaltación de unos valores nuevos basados en el respeto y la libertad evitarán un desastre, para el que no hay fuerzas armadas capaces. Volvemos a la ley, no del más fuerte, sino a la de los que no tienen el más mínimo pudor en perder la empatía para llevar a sus pueblos a la guerra, simplemente por una superioridad moral. Ya no serán guerras por el petróleo, las materias primas o para evitar el hambre; lo serán simplemente por derrocar a los diferentes para alcanzar una superioridad racial, nacional y, sobre todo, para perpetuar los modelos autoritarios, que necesitan de la permanente tensión del conflicto para subsistir.

Enrique Navarro Presidente MQGloNet


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