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Afganistán: Un acuerdo de paz difícil y esperanzador

FONDO DOCUMENTAL

El 29 de febrero de 2020 puede convertirse en una fecha a recordar en la historia del ya largo conflicto afgano. Ese día, Estados Unidos y los talibán, con el beneplácito del Gobierno de aquella nación, firmaron en Catar un acuerdo que abre las puertas a unas negociaciones que, por fin, podrían traer la paz a Afganistán. Este momento merece un análisis que responda a tres preguntas básicas: ¿Cómo se ha llegado hasta este acuerdo?; ¿qué alcance tiene? y ¿qué podemos esperar del futuro?

Para comprender cómo se ha llegado hasta este acuerdo hay que recordar que una de las promesas electorales del presidente Trump fue acabar con las guerras interminables, en clara alusión al conflicto afgano. En septiembre de 2018, Estados Unidos inició conversaciones con los talibanes. Para éstos, la exigencia más importante era la retirada militar norteamericana, negociando sólo con Washington, negando cualquier legitimidad al Gobierno de Kabul. Para Estados Unidos, además de conseguir garantías de que Afganistán no se convirtiera en una base para el terrorismo internacional, era fundamental que el proceso llevara a negociaciones intra-afganas; es decir, entre los talibán y Kabul.

Las negociaciones avanzaron lenta, pero satisfactoriamente. En septiembre de 2019 se había llegado a un preacuerdo que incluía un calendario de repliegue de Estados Unidos y el compromiso talibán de garantizar que Afganistán no volvería a ser un santuario terrorista y que se abrirían negociaciones con representantes de la sociedad afgana, concepto que permitía incluir a miembros del Gobierno de Kabul, pero sin reconocer que se negociaba con esa administración.

El escollo principal en las negociaciones fue, en todo momento, el calendario de repliegue de las fuerzas norteamericanas. Los talibán exigían un plazo de tan solo seis meses y Washington pedía tres años. Sucesivas rondas de conversaciones pusieron de manifiesto el interés por ambas partes de llegar a un acuerdo, lo que mantuvo vivas las conversaciones durante meses, aunque con ligeros avances, hasta que el 7 de septiembre, tras un ataque talibán que costó la vida a un soldado norteamericano, el presidente Trump dio por rotas las negociaciones.

El portazo a las conversaciones no quiere decir que el esfuerzo fuera baldío. Se había conseguido sentar a negociar a Estados Unidos y los talibán y que éstos aceptaran abrir conversaciones con el Gobierno afgano, lo que permitiría reanudar el proceso cuando las circunstancias lo permitieran. La realidad es que unos y otros necesitaban un acuerdo que pusiera fin al conflicto. En año electoral, Trump debe ofrecer algún avance en este campo. Los talibán saben que no pueden vencer militarmente, pero que un acuerdo puede darles cuotas de poder que permitan aplicar parte de su ideario político.

¿Qué alcance tiene este acuerdo?

Como era de esperar, las conversaciones se reanudaron de manera discreta, hasta que el pasado 11 de febrero el New York Times y la CNN, informaron de la inminencia de un acuerdo. En rea­lidad se trata de dos: En el primero se pactaba una reducción de la violencia limitada a una semana, que debería servir para confirmar la voluntad negociadora de las partes. Tras ese perío­do de prueba se iniciarían negociaciones para un verdadero acuerdo de paz. El 22 de febrero, en un discurso televisado, el presidente Ghani anunció el inicio de ese período, momento a partir del cual el Ejército permanecería en estado de defensa activa.

El secretario de Estado norteamericano, Pompeo, confirmó que, tras la implementación, Washington firmaría un acuerdo de paz con los talibán el 29 de febrero. También el portavoz talibán, Zabihullah Mujahid, lo confirmó y añadió que la firma del acuerdo de paz sería seguida por conversaciones intra-afganas. Esta tregua serviría también para comprobar el grado de control de los talibán sobre sus bases más radicales, que podrían tratar de sabotear el proceso. A pesar de todos los temores, la reducción de la violencia fue efectiva. Fuentes gubernamentales valoraron que los incidentes armados se redujeron en un 80 por ciento durante este periodo.

Es difícil hacer valoraciones de este tipo, pero la realidad es que la tregua se respetó ampliamente y así lo han valorado todos los actores implicados en el proceso de paz, dando así paso a la siguiente fase del proceso, de forma que el 29 se firmó en Doha el acuerdo entre Estados Unidos y los talibán, que establecía el calendario de repliegue de las fuerzas estadounidenses y el inicio de negociaciones intra-afganas. En 14 meses las norteamericanas abandonarán Afganistán y en 135 días sus 14.000 hombres se habrán reducido a 8.600. La OTAN seguirá un ritmo similar. Por importante que sea, este acuerdo no es en rea­lidad de paz.

Es el primer paso para conseguir uno, pero, sobre todo, supone que los talibán aceptan mantener negociaciones sin exigir la retirada previa de Estados Unidos. La siguiente etapa de conversaciones podría consumir fácilmente un año o más. En este tiempo habrá que abordar cuestiones muy espinosas sobre cómo compartir el poder, garantizar la seguridad y modificar las estructuras estatales para satisfacer tanto el interés del Gobierno en mantener el sistema actual, como el interés de los talibán de introducir cambios que lo islamicen. Además, en ambos lados hay grupos con aspiraciones maximalistas que todavía esperan excluir al otro lado del poder por cualquier medio. Estos elementos estarán inclinados a provocar el fracaso de las conversaciones.

¿Qué podemos esperar del futuro?

No es fácil, a priori, imaginar un acuerdo que pueda satisfacer simultáneamente las exigencias de todas las partes. De hecho, podemos anticipar aspectos de las negociaciones que serán particularmente espinosos. El primero de ellos será, sin duda, el calendario efectivo del repliegue de las fuerzas estadounidenses y las condiciones de su presencia en Afganistán hasta que sea total. Los 14 meses de presencia militar estadounidense serán una prueba de fuego para el proceso de negociaciones.

Para los talibán resultará difícil mantenerse en la mesa de negociaciones mientras continúe esta presencia militar, especialmente si se mantiene activa, aunque sea exclusivamente en la lucha contra el ISIS. Para Washington será difícil justificar una retirada significativa mientras no haya garantías de que el final del proceso será un acuerdo de paz. Estas tensiones se verán agravadas en la medida en que las fuerzas estadounidenses continúen apoyando al Ejército afgano en acciones antiterroristas, o la CIA continúe empeñada en la lucha contra el narcotráfico. Y posibles ataques terroristas contra Estados Unidos, vengan de donde vengan, supondrán una tensión añadida.

De hecho, es más que probable que Washington pretenda mantener a la larga una presencia militar reducida y limitada a la lucha contra el terrorismo y el narcotráfico, algo que difícilmente podrán aceptar los talibán, que sólo asumirían las fuerzas necesarias para proporcionar seguridad a las ins-talaciones diplomáticas de Estados Unidos. Para los talibán sería difícil firmar un acuerdo que per-petuará la presencia militar norteamericana en Afganistán. Para Washington sería igualmente complicado renunciar a una presencia militar mínima en un enclave tan estratégico.

Otro escollo importante que se deberá abordar es la creación de las nuevas Fuerzas Armadas, que surgirían de la fusión de las milicias talibán con las actuales. Todo apunta a que el acuerdo que va a negociarse no se encamina hacia una desmovilización de esa milicia, algo que difícilmente aceptaría el grupo insurgente. Más bien, debe idearse un sistema que permita su paulatina integración en las nuevas Fuerzas Armadas. Resulta difícil imaginar que quienes han sido enemigos encarnizados durante décadas vayan a formar ahora codo con codo en las mismas unidades. La creación de unidades regulares a partir de las milicias talibanes en los territorios que actualmente controlan podría ser un procedimiento viable para iniciar este proceso de integración.

A nadie se le escapan los riesgos que supone el mantenimiento de dos ejércitos paralelos, con lealtades diferentes. Algo similar ocurre con el reparto del poder. Cualquier acuerdo de paz va a suponer que los talibán obtengan ciertas cuotas de poder, tanto en Kabul, como en las provincias. En el plano territorial, resulta difícil imaginar que el resultado vaya a ser la automática extensión de la autoridad del Gobierno a las zonas actualmente bajo control talibán. De alguna manera, serán los actuales responsables talibanes de estos territorios los que pasarán a depender de la autoridad de un Gobierno de Kabul que tendrá presencia talibán. Una opción como esta, posiblemente la única viable, supone el riesgo de fraccionar de facto el país, dificultando sobremanera la cohesión interna.

Los talibán al poder

Adicionalmente, podemos presumir que el acuerdo supondrá la asunción de parte del poder gubernamental por los talibán, lo que puede conducir a la aparición de un grupo de poder más en el ya fragmentado Gobierno afgano. El surgimiento de los talibán, mayoritariamente pastunes, como un grupo más a la hora de repartir el poder, puede exacerbar las rivalidades étnicas ya existentes. De una parte, reforzaría el de los pastunes frente al resto de grupos étnicos, rompiendo los equilibrios actuales y despertando el temor a una nueva pastunización del país. De otra, relegaría notablemente a los grupos pastunes que actualmente participan en el Gobierno y que son quienes más tienen que temer de este nuevo reparto, en el que dejarían de ser los representantes de la mayoría pastún, compartiendo o cediendo este puesto a los recién llegados.

La combinación de ambos factores puede llevar a la federalización del país en dos áreas, una bajo control de la facción talibán del Gobierno y otra bajo el de la actual coalición gubernamental, cada una de las cuales controlaría zonas determinadas del país. Esto, a su vez, alentaría a quienes defienden una solución federal que divida al país de acuerdo con líneas étnicas. Las consecuencias de semejante decisión son difíciles de imaginar. No es de descartar que un efecto inducido sea el rearme de las milicias de los señores de la guerra no pastunes del Norte y Oeste del país, listos para resistir una posible ofensiva pastún.

foto: Combatientes talibanes celebran la firma del acuerdo en Laghman

Otro riesgo evidente para el proceso de paz lo encarnan los grupos que, desde ambos bandos, no ven con buenos ojos estas negociaciones, bien porque aún creen posible una victoria total sobre un enemigo con el que no buscan llegar a acuerdos; bien porque la situación de permanente inestabilidad les beneficia, especialmente en el caso de los dedicados a la explotación del negocio de la droga. Estos grupos, mediante el lanzamiento de acciones armadas, pueden poner en peligro el desarrollo de las negociaciones. Éstas sólo podrán prosperar si hay un clima de cierta paz en el país.

Esta amenaza resulta más clara si se tiene en cuenta que el proceso de paz va a desarrollarse sin la presencia de una fuerza que la garantice, a diferencia de lo que ha ocurrido en otros casos similares. No parece que ninguna de las partes sienta especial interés por contar con ella, ni en la comunidad internacional hay apetito por enviar fuerzas a Afganistán, por lo que podemos dar por segura esta situación. La ausencia de este tipo de control hará más difícil supervisar posibles brotes de violencia y evitar que degeneren en enfrentamientos más amplios, con posibilidad de desestabilizar el proceso.

Proceso muy complicado

Este contexto hace necesario que cada parte se haga responsable de controlar a los suyos. En el caso de los talibán, es evidente la existencia de grupos, dentro del movimiento, poco conformes con el desarrollo del proceso de paz y partidarios de mantener una posición maximalista. Y no hablemos de grupos, como el de Haqani, con agenda propia y muy influenciados por Paquistán, que podrían adoptar sus propias decisiones al margen de las directrices de la cúpula talibán. Del lado guberna-mental, no plantea demasiadas dudas el control sobre el Ejército, pero no podemos olvidar que a su lado combaten algunas milicias, como las integradas en la Policía Local Afgana, cuya lealtad puede ser más discutible y que tienen un marcado componente étnico. Ni tampoco el poder que retienen señores de la guerra tayicos, uzbecos y hazaras, que podrían verse inclinados a hacer descarrilar un proceso que condujera a un reparto de poder favorable, desde su perspectiva, a los pastunes.

A todo ello debe sumarse la necesidad de que los actores regionales implicados en Afganistán no entorpezcan el proceso. La presencia de todos ellos en la firma del acuerdo del 29 de febrero permite cierto grado de optimismo, pero son muchos los intereses en juego. En el caso de China, cualquier solución que conduzca a un Afganistán estable, con el cual poder comerciar y explotar sus recursos naturales, será aceptable. Caso distinto es el de Paquistán, Irán e India.

Irán tiene intereses propios en Afganistán. Cerca de 3,5 millones de refugiados afganos viven en su territorio y, además, apoya abiertamente a la minoría chiita que forman principalmente los hazaras. Y no puede desligar este conflicto del más amplio que le enfrenta con Estados Unidos. Un acuerdo que consolidara la presencia militar norteamericana sería difícilmente aceptable para Teherán que, por otra parte, está interesado en un Afganistán estable, al que puedan retornar los refugiados y que ejerza un cierto control sobre sus fronteras, sobre todo frente al narcotráfico.

Para Paquistán e India el problema es complejo. Ambos consideran Afganistán como uno de los teatros en los que se dirime un conflicto mucho más amplio con epicentro en Cachemira. Allí Pa-quistán se apoya y apoya a los pastunes, incluidos de alguna manera los talibán, mientras India lo hace preferentemente a los elementos no pastunes del actual Gobierno. Cualquier acuerdo que represente un desequilibrio de poder entre pastunes y no pastunes podría generar recelos en uno de estos dos países. Y no podemos pasar por alto la capacidad de Paquistán a la ahora de desestabilizar Afganistán, a través de aliados como los talibán o el grupo de Haqani.

Conclusiones

Los pasos dados hasta ahora suponen una puerta a la esperanza en cuanto a la posibilidad de que el conflicto afgano, aparentemente interminable, pueda tener un final pactado. Las partes negociadoras en este proceso de paz tienen un largo camino por recorrer hasta encontrar un compromiso que satisfaga a todos. Es difícil predecir en qué puede consistir, pero es posible imaginar los compromisos que podrían darle forma. Los elementos básicos de un acuerdo de paz que pudiera satisfacer a todas las partes incluirían diferentes elementos.

Desde el lado progubernamental, resulta fundamental mantener intactos los aspectos fundamentales del sistema político democrático construido desde 2001, incluida la Constitución vigente, que debe representar el punto de partida a partir del cual acordar posibles reformas. En cualquier caso, tendría que permanecer vigente mientras se pacta una nueva Constitución. Para los talibán resulta irrenunciable poner fin a la presencia de las fuerzas de Estados Unidos y de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y aprobar una nueva Constitución que incluya concesiones al modelo de gobernanza islámico.

Para Washington, la clave reside en el establecimiento de mecanismos que garanticen que Afganistán no se convertirá en un santuario para el terrorismo internacional. El acuerdo debe permitir poner fin a su participación militar, dejando garantizada, al menos hasta cierto punto, la estabilidad del país. Va a resultar difícil hacer compatibles estos intereses, en ocasiones aparentemente incompatibles. En cualquier caso, el dato positivo reside en la implicación activa de los tres actores principales, el Gobierno afgano, Estados Unidos y los talibán. Y el interés de todos ellos en poner fin a un conflicto demasiado largo y del que los afganos están hastiados. Ninguno querrá aparecer como el responsable de que fracase un proceso que ha despertado muchas esperanzas dentro y fuera del país.

Esa será la presión positiva. Las presiones negativas serán muchas, como hemos tenido oportunidad de reseñar. El problema es que, en cualquier caso, nos enfrentamos a un proceso largo. El acuerdo no se va a lograr a corto plazo. Y cuanto más se prolongue, más posibilidades de abortarlo tendrán quienes no están interesados en que finalice exitosamente. O quienes no están dispuestos a ceder sustancialmente en la negociación.

Grupos talibán radicales, milicias no pastunes, señores de la guerra relacionados con el narcotráfico, Irán o Paquistán pueden verse tentados a desbaratar el proceso si perciben que se encamina hacia un acuerdo inaceptable desde su perspectiva. Y todos ellos tienen posibilidades de conseguirlo si se lo proponen. Es más que probable que a lo largo del proceso se produzcan situaciones que pongan a prueba la voluntad negociadora de las partes y su resistencia ante las presiones de sus bases más radicales y las provocaciones de grupos armados empeñados en mantener vivo el conflicto. La situación es suficientemente compleja como para que resulte imposible predecir qué escenario se impondrá, el del diálogo constructivo, o el de la confrontación.

Revista Defensa nº 504, abril 2020, Javier Ruíz de Arévalo


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