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¿Tienen futuro los ejércitos?

Revista Defensa nº 478 y 480, febrero y abril de 2018

“El supremo arte de la guerra es someter al enemigo sin luchar” (Sun Tzu). Pese al optimismo reinante tras el final de la Guerra Fría y la caída del Muro de Berlín, los últimas dos décadas han estado plagadas de guerras, conflictos y contenciosos sin resolver. A la disolución del bloque comunista y al final de la bipolaridad, le sucedió un mundo mucho más complejo, multipolar y plagado de retos e incertidumbres, tal como la cruda realidad se ha empeñado en demostrar.

Muchos fueron los que pensaron, en aquellas jornadas del año 1989, en que los cascotes del Muro de Berlín despertaron nuestras conciencias, que tras el final del comunismo las guerras desaparecerían para siempre e incluso algunos alumbraron la idea de que los nuevos tiempos traerían como consecuencia natural la disolución de la OTAN, el bloque militar creado después de la II Guerra Mundial para hacer frente a la amenaza soviética. Unos años más tarde, en 1955, la extinta Unión Soviética fundó el Pacto de Varsovia con sus aliados de Europa del Este, sometidos tras la guerra a merced de un acuerdo entre los aliados occidentales vencedores en la contienda mundial y Stalin.

El equilibrio bipolar entre los dos bloques, que duró hasta la década de los ochenta, se sustentaba en la amenaza nuclear, ya que ambos podrían causar la destrucción del planeta si uno utilizaba ese tipo de armas. Eran los años de la coexistencia pacífica y la paz fría. El bloque comunista continuó su expansión hacia Asia y provocó las interminables guerras de Corea y Vietnam. La primera de ellas se saldó con la división del país en dos, que dura hasta el día de hoy, con los periódicos brotes de inestabilidad provocados por la parte comunista –que ha desarrollado un programa armamentístico para dotarse de armas nucleares–; y la del Vietnam concluyó con una victoria en toda regla de los comunistas apoyados por Moscú. Dicho conflicto terminó con una derrota humillante de los norteamericanos, que sufrieron unas 65.000 bajas, y el final de su hegemonía en todo el mundo.

Luego llegó la crisis de Cuba (1962), sellada con un pacto soviético-norteamericano que evitó la nuclearización de la isla, y la expansión comunista fue detenida en seco en Latinoamérica, considerada siempre el patio trasero de Estados Unidos. Unos años más tarde, en 1979, cayó el régimen de Somoza en Nicaragua, pero más a tenor de los errores del dictador que por la presión de la insurgencia sandinista. La presión de las fuerzas de las diversas guerrillas comunistas siguió en toda Iberoamérica, pero no se produjeron más bajas en el bando de los aliados de Estados Unidos. Nicaragua constituyó un éxito para los hermanos Castro, pero no evitó su aislamiento, ni significó un duro golpe para Washington.

Sin embargo, ese mismo año la URSS (Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas) cometió un gravísimo error estratégico: invadió Afganistán e instaló una Administración acorde a sus intereses en Kabul. Al igual que le había ocurrido a otros conquistadores de ese complejo y montañoso país, surgió una larga y costosa guerra y a la larga se saldó con su humillante salida de ese territorio y dejar a merced de una potente coalición guerrillera anticomunista al maltrecho Gobierno que dejaron en el poder. En unos años, entre 1989 y 1992, los grupos más radicales islamistas del país, entre los que destacaban los talibanes, se hicieron con el control e instalaron un ejecutivo afín a sus intereses. El régimen socialista se desmoronó definitivamente en 1992 y el líder instalado por los soviéticos en los años ochenta, Mohammad Najibulá, acabó sus días refugiado y escondido en la sede de Naciones Unidas en Kabul, donde fue secuestrado, detenido y encarcelado por los talibanes, que finalmente le torturaron, asesinaron y colgaron junto con su hermano en un farola de la capital afgana.

foto: Terroristas chechenos observan un blindado ruso y sus ocupantes muertos tras una emboscada (foto SVM-1977).

El final de la doctrina de la hegemonía limitada

Paralelamente a esos acontecimientos, Miijail Gorbachov fue elegido secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) en 1985, en un momento de grave crisis del régimen debido a la Iniciativa de Defensa Estratégica (IDE) –el famoso proyecto de la guerra de las galaxias–, puesto en marcha por el presidente norteamericano Ronald Reagan, y una agudización de la crisis económica en todos los países socialistas, que definitivamente habían perdido la carrera por competir con el mundo capitalista. La URSS, además, soportaba notables carencias y mantenía una suerte de sistema colonial que le hacía dedicar ingentes recursos económicos a sus aliados en Europa del Este, a la isla-presidio de Cuba y al recién invadido Afganistán.

Entre 1985 y 1989, Gorbachov impulsó un proceso de reformas políticas y económicas bajo el nombre de Perestroika (reestructuración) y de mayor transparencia en la sociedad soviética, conocido como Gladsnot (apertura). También puso fin a la doctrina de Brézhnev de soberanía limitada, por la cual la Unión Soviética se arrogaba el derecho a intervenir en los países de Europa del Este bajo la órbita del campo socialista. Se aplicó exitosamente en Hungría en 1956 y en Checoslovaquia en 1968, cuando las tropas soviéticas, con la ayuda de fuerzas militares de otros países socialistas, los ocuparon y pusieron fin a los experimentos reformistas que los partidos comunistas de ambas naciones pusieron en marcha para renovar sus anquilosados sistemas políticos.

Hungría fue ahogada en sangre y se produjeron miles de muertos en el aplastamiento del incipiente régimen reformista y en la represión puesta en marcha después, que incluso llevó al paredón de fusilamiento al depuesto líder Imre Nagy. Igual suerte corrieron los checos, que vieron cómo la primavera democrática era ahogada en sangre y soportaron otras dos largas décadas de tediosa normalización y ocupación soviética. Una vez que Gorbachov puso en marcha las reformas en el interior de la URSS y la presión sobre sus antiguos aliados decayó, Polonia y Hungría celebraron elecciones libres, a merced de la presión popular, en 1989 y 1990, respectivamente, en las que las fuerzas anticomunistas obtienen una rotunda victoria y fuerzan a un cambio político sin precedentes en el campo socialista, que había padecido un largo dominio soviético entre 1945 y1990.

A la caída de los regímenes en Polonia y Hungría le sucedieron las revueltas populares en la Alemania comunista –la República Democrática Alemania–, Checoslovaquia, Bulgaria y Rumania, por este orden. En 1991, el Pacto de Varsovia y el Comecon –mercado común socialista bajo la férula de Moscú– habían dejado de existir y el mundo comunista pasaba a mejor vida. El emblema de la división de Europa y de la Guerra Fría, el Muro de Berlín, se derrumbó en la histórica noche del 9 de noviembre de 1989.

Bajo Gorbachov, y una vez que la represión cesó en casi todas las repúblicas de la extinta URSS, el nacionalismo se extendió por todo el país y muy pronto casi todas las repúblicas comenzaron a cuestionar al Estado soviético, mantenido durante décadas por la fuerza por las autoridades. Los primeros en dar el jaque mate a Moscú fueron los líderes comunistas de los países bálticos, que pusieron en marcha un proceso para consumar la independencia, que finalmente consiguieron en el año 1991. Gorbachov, que en aquellos años gozaba de un gran predicamento internacional y del apoyo de casi todo Occidente, incluidos Estados Unidos y la OTAN, se negó a utilizar la fuerza, tal como le pedían los sectores más duros del establecimiento soviético, contra los tres naciones.

En el verano de 1991, cuando ya la Unión Soviética iba camino de disolverse como un azucarillo y el prestigio de Gorbachov estaba por los suelos debido a la pésima situación económica, se produce un golpe de estado contra el hasta entonces secretario general del PCUS. En muy pocos días fracasa, pero las cosas no volverían a ser las mismas. Gorbachov dimite de sus máximas responsabilidades y la figura de Borís Yeltsin, presidente de Rusia, emerge como el recambio natural al vacío dejado por el hasta entonces conductor de las reformas.

foto: Miembros del Equipo 1 del SEAL en una operación por el río Bassac, al Sur de Saigón, en 1967 durante la Guerra de Vietnam (foto JD Randal/Departamento de Defensa de Estados Unidos).

Los siguientes quince días tras el fracaso del golpe de Estado fueron de infarto y tuvieron consecuencias políticas, económicas y territoriales para las siguientes décadas. El Partido Comunista es puesto fuera de la ley, sus bienes incautados y Yeltsin poco a poco va acaparando todos los poderes, incluido el control de las fuerzas militares y del botón nuclear. También en esos días son proclamadas las independencias de Tayiskistan, Ucrania y Moldavia y reconocidas definitiva y oficialmente las de Estonia, Letonia y Lituania. Entre septiembre y diciembre de ese año, el resto de las repúblicas se independizan y se pone fin a la URSS de una forma desordenada y caótica.

Del final de la URSS a las guerras

Fruto de ese desorden e improvisación en el proceso de súbita desintegración de la URSS, llevado quizá de una forma irresponsable, caprichosa y poco ceñida a un cierto orden, muy pronto comenzaron a aparecer los conflictos y las guerras en lo que fue el espacio soviético. En 1992, Moldavia se enfrentó abiertamente contra la comunidad rusa que se había atrincherado en Transnistria con la ayuda del XIV Ejército ruso, que se negaba a abandonar ese enclave. La larga mano de Moscú participó en ese proceso secesionista que dura hasta el día de hoy y que ha mantenido fraccionada en dos entidades políticas a Moldavia.

En esas mismas fechas, en el invierno de 1992, comenzó la guerra de Armenia contra Azerbaiyan por el estratégico enclave de Nagorno Karabakh, de mayoría armenia pero en territorio azerí. La guerra provocó más de 50.000 muertos y algo más de 1 millón de desplazados y refugiados. Finalmente quedó casi totalmente bajo control armenio y al día de hoy se mantienen casi intactas las fronteras, ganadas a sangre y fuego por los armenios, aunque la tensión sigue en la zona y de vez en cuando se producen esporádicos enfrentamientos entre las partes.

La guerra también llegó a la recién independizada República de Georgia, una de las pequeñas de la extinta Unión Soviética y con una importante comunidad rusa viviendo en su interior. En el verano de 1992, la hasta entonces autónoma República de Abjasia se declara independiente con respecto a Georgia con el apoyo de Rusia. Comienza una breve guerra que se extiende hasta diciembre de 1993, en que ambas acuerdan establecer una misión de paz y poner fin a las hostilidades. El conflicto, sin embargo, provoca importantes daños a la economía georgiana, amén de perder quizá este territorio para siempre. Las víctimas mortales superaron las 40.000, aunque mayoritariamente fueron civiles georgianos, que se llevaron la peor parte, y el número de desplazados superó los 200.000. Rusia colaboró activamente en la guerra apoyando a los abjasios e incluso utilizó su fortaleza aérea para atacar poblaciones civiles georgianas y posiciones militares de Gobierno de Tbisili.

Pero hubo más conflictos en Georgia. Otro pequeño territorio poblado mayoritariamente por rusos, Osetia del Sur, también se independizó de Georgia y quedó separado del nuevo Estado a merced del apoyo ruso a su causa. Los intentos por recuperarlo en el año 2008 terminaron en una rotunda derrota y en la consolidación de las fronteras ganadas a la fuerza por los osetios.

Capítulo aparte merece Chechenia, donde el poder local trató de desafiar a Moscú para hacer valer sus aspiraciones nacionalistas en la primera guerra checheno-rusa (1994-96). La reacción de Moscú fue terrible y arrasó literalmente el país. La capital, Grozny, fue reducida a escombros, los rebeldes tuvieron que refugiarse en las montañas y miles de civiles sospechosos de simpatizar con la causa nacionalista fueron asesinados o desaparecieron para siempre sin más contemplaciones. Las violaciones de derechos humanos estuvieron al orden del día, tal como denunció valientemente la periodista rusa Anna Stepánovna Politkovskay en varias de sus obras y escritos. La informadora fue asesinada en el año 2006 en un crimen nunca esclarecido. Al día de hoy, tras una cruenta segunda guerra (1999-2009), en Chechenia reina una calma chicha y Moscú ha instalado una Administración regional dócil a su hegemonía política y militar.

La Guerra de los Balcanes y el final de la ilusión

Muy pronto, la ilusión de un mundo en paz y una Europa desarmada era abandonada por el choque con la cruda realidad. Los dos bloques habían desaparecido, la confrontación ideológica era algo del pasado y, en su lugar, se había dado paso a la idea de una Europa unida, plural, libre y democrática. Algunos abrigaron la esperanza de que incluso la OTAN se disolviera, pero la realidad desnuda y los tozudos hechos demostrarían que la estabilidad política del Continente era algo todavía muy lejano. En junio de 1991, una vez que las seis repúblicas yugoslavas –Eslovenia, Croacia, Bosnia y Herzegovina, Macedonia, Serbia y Montenegro– se mostraron incapaces de adoptar un marco común de convivencia que evitara la disolución del país y la guerra, se puede decir que la antigua Yugoslavia había dejado de existir.

Eslovenia proclamó su independencia de una forma irreversible en ese tórrido verano y ponía fin al experimento fundado por Tito en 1945. Sin embargo, Belgrado no aceptó esa declaración y comenzó una corta y desorganizada intervención militar contra Eslovenia, en un intento por retener las fronteras del nuevo país con Europa. El ataque fallido terminó con algo más de 60 muertos –casi todos yugoslavos– y la salida de las tropas federales, tras un fracaso estrepitoso que se saldó con casi 5.000 detenidos, centenares de heridos y el descrédito total del Ejército yugoslavo.

foto: Tropas rusas observan una fosa común durante la 2ª Guerra de Chechenia (foto Natalia Medvedeva).

A la corta guerra de los diez días eslovena le sucedió la de Croacia, que también se independizó en 1991, pero donde, a diferencia de Eslovenia, había una importante minoría serbia –más del 10 por ciento del censo– que apoyaba Belgrado en sus deseos secesionistas y que se revelaría como una pesadilla para las nuevas autoridades de Zagreb. Nada más proclamar su independencia, Croacia asistió a una cruenta guerra, desde abril de 1991 hasta enero de 1992, entre las fuerzas serbias apoyadas por Belgrado y el nuevo Ejército croata recién fundado por las autoridades independentistas. Hubo unos 20.000 muertos, casi medio millón de desplazados y unos 3.000 desaparecidos. Los serbios, apoyados por las autoridades yugoslavas, obtuvieron una gran victoria y se atrincheraron en Krajinas, en el centro de Croacia, junto con la frontera con Bosnia, pero tres años después, en 1995, una ofensiva croata les expulsó para su siempre y puso fin a su república fantoche, provocando la desbandada de casi medio millón de serbios, que no regresarían nunca a sus casas.

Bosnia y Herzegovina también padeció la guerra en la antigua Yugoslavia y sufrió en sus carnes el más grave de los conflictos acontecidos en Europa desde el final de la II Guerra Mundial. La proclamada independencia bosnia de 1992 provocó un conflicto interétnico entre bosnios (musulmanes), croatas (católicos) y serbios (ortodoxos), en la que se entremezclaron los odios religiosos y la permanente interferencia de Croacia y Serbia apoyando, respectivamente, a sus milicias en el interior de ese territorio.

La guerra terminó en 1995 gracias a la presión ejercida por los bombardeos de la OTAN contra las fuerzas serbias y a merced de Acuerdos de Dayton, impuestos por la Administración norteamericana a las tres partes en la base militar del mismo nombre en Estados Unidos. Hoy Bosnia y Herzegovina está repartida entre una entidad en manos serbias –la República Srpska, con el 49 por ciento del territorio bosnio– y la Federación de Bosnia y Herzegovina, que agrupa a los croatas y bosnios. En la práctica, el Estado bosnio es un fracaso total y no funciona absolutamente nada. Fruto de ese estado de cosas, 1 millón de bosnios ha emigrado del país desde el año 1992.

El corolario final de la interminable crisis yugoslava fue la breve guerra en Kosovo, originada a raíz del nacimiento de un grupo terrorista albanés –el UCK (Ejército de Liberación de Kosovo)– que hizo frente a las fuerzas de seguridad serbias presentes en este territorio, poblado mayoritariamente por albaneses, pero en manos de lo que quedaba de la antigua Yugoslavia. Tras unos meses de combates entre las partes y algunos esfuerzos negociadores fracasados auspiciados por la comunidad internacional, la crisis se agudizó en 1999 y la OTAN forzó a una retirada de los serbios tras una campaña de bombardeos entre el 24 de marzo de ese año y el 10 de junio.

El régimen de Slobodan Milosevic, totalmente aislado en la escena internacional y sin apoyos, abandonó finalmente este territorio y lo dejó en manos de una misión internacional de interposición. Pero, contra todo pronóstico, Estados Unidos, secundado por Francia, el Reino Unido, Alemania y otras potencias en la comunidad internacional, reconocieron a Kosovo como un nuevo Estado independiente en el año 2008, contraviniendo las resoluciones de las Naciones Unidas –en concreto la 1244– y los acuerdos firmados con Serbia en su momento para poner fin al conflicto y retirar las fuerzas de seguridad y el Ejército de este país. En total, tras casi 18 años de guerras y conflictos en la antigua Yugoslavia, el número de naciones herederas de la misma se elevaba a siete, tras la posterior separación de Montenegro de lo que quedaba del país, es decir, Serbia.

Un mundo en caos y multipolar

El final de la Guerra Fría no sentó las bases para un nuevo orden mundial más estable, justo y en paz, sino más bien lo contrario. La década de los noventa estuvo plagada de guerras y conflictos. Las crisis de Chechenia, Bosnia y Herzegovina y Ruanda mostraron al mundo que hacían falta nuevos mecanismos e instrumentos para hacer frente a grandes crisis humanitarias e incluso a genocidios dantescos. En Chechenia, por ejemplo, las violaciones de los derechos humanos estuvieron al orden del día por las dos partes y ninguna instancia internacional fue capaz de mediar en el conflicto y poner fin a la matanza. De la misma forma, Bosnia y Herzegovina fue pasto de los excesos de las tres partes en combate, enzarzadas en una guerra civil fratricida y caracterizada por que la mayor parte de las víctimas fueron civiles asesinados en una suerte de vendetta colectiva.

Ruanda batió récords y en apenas unos meses del año 1994 fueron asesinados entre 500.000 y 900.000 tutsis a manos de los hutus, en un genocidio previamente planificado de una forma sistemática y organizada. Se calcula que algo más del 75 por ciento de la población tutsi fue eliminada y Naciones Unidas, como había ocurrido en los Balcanes y en otros conflictos del espacio soviético, se mostró nuevamente incapaz de poner fin a la matanza y defender a los millones de inocentes atrapados en uno de los mayores genocidios de la historia de la humanidad. Otros 2 millones de habitantes de Ruanda, tanto tutsis como hutus, abandonaron el país en aquellos aciagos días.

foto: Fuerzas españolas asignadas a la misión de la ONU en Líbano, que se amplió tras la Guerra de 2006 entre Israel y los terroristas de Hezbolá (foto Julio Maíz).

A pesar del final de la Guerra Fría, los conflictos seguían presentes en nuestras vidas y la sociedad internacional contemplaba horrorizada grandes masacres, horrendos crímenes y desplazamientos masivos de la población a causa de la guerra y el odio étnico atizado por potentes nacionalismos. Además, a diferencia del anterior período histórico caracterizado por la existencia de dos grandes bloques, ahora el mundo requería grandes equilibrios y esfuerzos para lograr acuerdos políticos y diplomáticos que pongan fin a los conflictos.

Estamos en un mundo multipolar con numerosos actores en juego –UE, China, Estados Unidos y Rusia, principalmente– e intereses divergentes que chocan en numerosas ocasiones a la hora de encarar problemas y contenciosos concretos. Dos ejemplos bien gráficos han sido el reconocimiento de Kosovo, efectuado por las grandes potencias occidentales lideradas por Estados Unidos, que chocó con la oposición de Rusia, que sigue vetando su presencia en la ONU y otras instancias internacionales. Y, más recientemente, la de Siria, azotada por una interminable y sangrienta guerra civil que ha enfrentado a Rusia con Occidente, tras apoyar Moscú al régimen de Damasco, que viola los derechos humanos y se aferra al poder contraviniendo todas las normas del derecho humanitario con respecto a la guerra e incluso utilizando armas químicas contra su población civil.

Los atentados contra las “Torres Gemelas” y la irrupción del terrorismo en Europa

El 11 de septiembre del año 2001 cambió el concepto de guerra que teníamos hasta entonces. Las convencionales pasaban a la historia y estaba claro que a partir de ese momento nos enfrentaríamos a nuevas amenazas y peligros, hasta ahora no descritos. Estados Unidos se vio desbordado en sus conceptos estratégicos y afrontaba peligros hasta entonces desconocidos, teniendo que actualizar sus manuales de guerra y enfrentando un enemigo que no era visible en el sentido clásico de las guerras que habíamos conocido hasta la irrupción del terrorismo islamista en la escena internacional. Había nacido la denominada guerra asimétrica, que viene a ser un conflicto violento en el que se constata una abismal diferencia cuantitativa y cualitativa entre los recursos militares, políticos y mediáticos de los actores comprometidos y que, por lo tanto, obliga a los bandos a utilizar tácticas que podríamos denominar atípicas.

Para el general Alberto Piris, es asimétrica del todo la guerra que enfrenta tanques y piedras –como las llamadas intifadas– y en este caso la asimetría concierne específicamente a los medios con los que se aplica la violencia. Porque también existe asimetría cuando los combatientes de un bando creen estar actuando en nombre de un dios y los del otro solo lo hacen por motivos terrenales o intereses políticos concretos. Incluso cabe imaginar una “asimetría del odio”, cuando los beligerantes de un bando y los del otro no comparten la misma intensidad de odio al enemigo, lo que produce una especial modulación en el modo de hacer la guerra. Este tipo de asimetría ha caracterizado, sobre todo, las guerras coloniales y las de independencia frente a las potencias colonizadoras.

Entre estas tácticas consideradas atípicas a las que nos referíamos antes y que ya no atienden a las lógicas tradicionales de la tradición militar al uso, hay que señalar el uso de los métodos terroristas; las acciones indiscriminadas contra la población civil –coches y camiones conducidos por kamikazes en las ciudades europeas podrían estar entre las mismas–; la contrainsurgencia; los ataques cibernéticos contra gobiernos, instituciones y empresas; la guerra sucia; la desobediencia civil; el uso de armas químicas prohibidas; la guerra de guerrillas y muchas más que desbordarían la finalidad del presente trabajo.

foto: Dos carros de combate del Ejército Árabe de Siria destruidos en Azaz en agosto de 2012 (foto Christiaan Triebert).

Muy pronto, pero sobre todo a partir del atentado contra las Torres Gemelas y el Pentágono, Occidente, y especialmente Estados Unidos y Europa, se enfrentarían a una guerra que tenía enfrente a un enemigo invisible, escondido entre nosotros y que aprovechaba nuestras deficiencias en materia de seguridad para atacar en el momento más oportuno. Aprovechando la tradicional tolerancia y permisividad occidental, el nuevo terrorismo utilizaba las nuevas tecnologías para captar adeptos, comunicarse entre las distintas células terroristas y conocer mejor al enemigo, al que pretendían no ya derrotar, sino exterminar sin más e indiscriminadamente.

Desde el año 2004 hasta ahora se han producido catorce grandes ataques terroristas en varias ciudades europeas con el resultado de varios centenares de muertos y heridos y la extensión de una psicosis colectiva que ha generado el lógico terror en nuestras sociedades, que se sienten amenazadas y hay un clima de incertidumbre que genera tensiones, rechazos y convulsiones. La guerra del terrorismo contra Europa comenzó en Madrid en 2004, cuando varias bombas causaron casi dos centenares de muertos y otros más de heridos en trenes que se dirigían a la estación de Atocha.

Luego le siguió el terrorífico turno a Londres y a la lista interminable lista se unieron lugares como Brujas, Berlín, Manchester, Estocolmo, Londres, París y Bruselas, por citar los mayores ataques. Otro lugar teñido en sangre fue la ciudad de Orlando, en Estados Unidos, cuando una discoteca gay fue atacada por un terrorista que había jurado fidelidad al Estado Islámico, causando medio centenar de muertos y decenas de heridos en el año 2016. A esta fatídica nómina se le unió hace pocos meses Barcelona, en donde una furgoneta conducida por un islamista fiel también Estado Islámico arrasó las tradicionales Ramblas y causó trece muertos y un centenar de heridos.

La amenaza del terrorismo

Estos ataques terroristas han cambiado los conceptos clásicos que teníamos en cuanto a las amenazas que se cernían sobre nuestros países. Para hacer frente al de ahora, un enemigo sin rostro ni ejército conocido, tenemos que poner en marcha, en primer lugar, un nuevo concepto de inteligencia que aúne el conocimiento sobre el terreno de los riesgos potenciales, poniendo en marcha estrategias sociales y políticas que eviten la radicalización de determinados colectivos, y una reactualización de nuestros conceptos policiales, toda vez que las nuevas amenazas aprovechan nuestras fallas en seguridad para actuar, atacar y causar cuanto más daño mejor. Cuanto más vulnerables son los objetivos, más posibilidades existen de que los nuevos terroristas ataquen.

En las grandes concentraciones de civiles indefensos, bien sean calles céntricas, aeropuertos, estaciones de tren o áreas comerciales, más posibilidades hay de que se produzcan ataques terroristas. Esta modernización y adecuación, que ya no atiende al método tradicional que atacaba objetivos policiales, militares y políticos, requiere nuevas respuestas y una puesta al día de las doctrinas clásicas de los estados y los cuerpos de seguridad. Hay que reseñar que una buena parte de los países, pero especialmente Francia tras los ataques terroristas, han comenzado a sacar a sus fuerzas militares de los cuarteles para que, en coordinación con las de seguridad, hagan frente a estas amenazas.

Sin embargo, aparte de la dimensión interna que representa esta mutación del fenómeno terrorista, la aparición en escena de las redes yihadistas ligadas a Al Qaeda y el Estado Islámico han dado una transcendencia internacional al asunto. El enemigo ya no es el que creíamos que era, ni el que esperábamos, es otra cosa. Ya no se trata sólo de lograr detener a los terroristas en nuestros países, sino que sin la acción exterior, es decir, yendo hasta el foco del problema, será muy difícil derrotarles definitivamente.

El Estado Islámico, por ejemplo, se extiende a modo de un gran pulpo con numerosos tentáculos a través de los territorios de Yemen, Irak, Siria, Líbano, Egipto, Libia y Túnez, exportando terroristas desde sus bases en estos países ya formados y preparados para entrar en acción y cometer atentados. En su momento álgido llegó a controlar hasta 90.000 km2. extendidos a modo de gran mancha entre Irak y Siria, una base territorial desde la que amenazaban a la entidad kurda del Norte de Irak, Turquía y Líbano. 

Muchos de los terroristas que se unían a este grupo, paradójicamente, provenían (y provienen) de Europa Occidental, pero especialmente de España, Francia y el Reino Unido. Sin una acción internacional concertada en sus territorios, tal como en su momento ocurrió tras un breve acuerdo entre Rusia y los Estados Unidos, será casi imposible derrotarles y desactivar su capacidad logística de operar en Europa, Rusia, Norteamérica y otros países que están en su punto de mira.

Aparte del Estado Islámico, hay otra red terrorista de importancia en Oriente Medio y que está liderada, financiada y armada por Irán. Desde Teherán se ha fomentado la insurgencia chiíta en contra de los suníes en Irak, desafiando abiertamente a Estados Unidos y a sus aliados saudíes, que mantienen una competencia política armada con Irán. Yemen, por ejemplo, se ha convertido en el tablero de ajedrez donde iraníes y saudíes luchan abiertamente, apoyando cada país a distintos bandos en la guerra civil que le asola.

Pero también los iraníes nutren de armamento moderno y sofisticado a sus brazos armados en Líbano y Gaza, Hizbolá y Hamas, respectivamente, grupos que atacan periódicamente  a Israel y que hostigan al Estado hebreo con una guerra de baja intensidad, pero que causa numerosas muertes y heridos. Como fruto de esas acciones, el Ejército israelí emprendió en el pasado contundentes y eficaces ataques contra las bases de Hizbolá en el Sur del Líbano y también en Gaza contra Hamas, pero eso no ha sido óbice para que las acciones terroristas hayan continuado y se menguara el apoyo iraní a ambos grupos.

Las redes terroristas iraníes están conectadas directamente con Siria, más concretamente con el régimen de Bashar Al-Asad, que ha recibido el apoyo de varios contingentes de Hizbolá y el asesoramiento de militares iraníes en la guerra civil que se libra en este país entre las fuerzas del régimen y las atomizadas de la oposición siria. Para situarse el nivel de la ayuda que presta Teherán al debilitado régimen de Bagdag, hay que reseñar que ya han muerto dos generales iraníes mientras prestaban sus servicios como supuestos asesores en la guerra fratricida que padece Siria. Se trata de Gholam Ali Qalizadeh y Hossein Hamadani y en el caso de este último el fallecimiento ocurrió de forma violenta en la ciudad de Alepo. No hay datos oficiales sobre el número de efectivos militares iraníes que estarían prestando sus servicios en el país.

Un nuevo orden global

Así, el nuevo orden global dista mucho de ser un entorno pacífico, estable, seguro y estático, sino más bien lo contrario. A la disolución del bloque comunista y el final de la Unión Soviética le siguieron numerosos conflictos y guerras. Muchas de esas heridas todavía no se han cerrado y numerosos contenciosos esperan una resolución, que pasará por arduas negociaciones y largos procesos para su necesaria reconducción política y diplomática.

En lo que respecta a Oriente Medio, la situación es realmente complicada, tras el fracaso de la primavera árabe y las consiguientes y fallidas transiciones a la democracia en Egipto y Túnez. Tampoco se vislumbran aires de cambio en Argelia y Marruecos, al tiempo que Libia, Siria y Yemen viven inmersas en interminables y cruentas guerras civiles, sin que se divisen en el horizonte perspectivas de mejora o la generación de escenarios que permitan la negociación política.

El largo conflicto palestino-israelí sigue presente también en la agenda internacional y en los últimos años, pese a que ambas partes al menos mantienen un cierto nivel de diálogo e interlocución, no ha habido avances significativos, por no decir que sobre el terreno los resultados tangibles han sido  nulos. La división en el liderazgo palestino sigue presente –Hamas en Gaza, mientras que Al Fatah controla Cisjordania–, Estados Unidos no ha asumido un rol de liderazgo de cara a relanzar el proceso abandonado desde la era de Bill Clinton e incluso se ha asistido a una radicalización en las partes, tanto en la israelí como en la palestina. Hay crónicos desintereses del mundo árabe, en estos momentos de este proceso debido, sobre todo, a la grave crisis interna por la que atraviesan la mayor parte de sus actores.

A este cuadro tan complejo se le han venido a añadir las pretensiones de Irán para dotarse de armamento nuclear –programa que abandonó tras un acuerdo patrocinado por Rusia y Estados Unidos pero que ahora no descartan retomar– y que ha sembrado de zozobra a todos sus vecinos, sobre todo porque el nivel de tensión en la zona es muy alto y porque Teherán ha reiterado en numerosas ocasiones que sus armas siguen apuntando hacia Israel. Los líderes iraníes siempre reiteraron que su objetivo final es borrar de la faz de la tierra a la entidad sionista. Bravuconadas o amenazas reales, Israel y su principal aliado en el mundo, Estados Unidos, no pueden pararse a pensar cuáles son las verdaderas intenciones del régimen iraní, sino que están abocados a actuar antes que se concreten en acciones reales.

Otros focos de tensión que han emergido en los últimos años han sido Ucrania y Turquía. La deriva nacionalista de Kiev, que llevó a tomar decisiones precipitadas tras un cambio de Gobierno en el año 2014, acabó desembocando en una escalada de la tensión con Rusia, a merced de que el ejecutivo ucraniano pretendió introducir medidas restrictivas para el uso del ruso, cuando más del 20 por ciento de la población de ese país pertenece a esa etnia. Fruto de esas tensiones, Moscú alimentó los apetitos secesionistas de Crimea, para que, después de proclamar su independencia con respecto de Ucrania, en una suerte de parodia legal con consulta incluida, se la anexionase en ese mismo año.

El asunto era complejo, ya que no debemos olvidar que la península de Crimea fue incluida en una fecha muy reciente, en 1954, como un ardid por parte de las autoridades soviéticas para tratar de calmar las ansias nacionalistas de los ucranianos y que, además, más de la mitad de la población era rusa.

foto: Fuerzas israelíes subiendo a un helicóptero “Blackhawk”. El conflicto con los palestinos no cesa (foto Israel Defence Force).

Relegadas a la historia las guerras convencionales, el siglo XXI irrumpió asumiendo que nos enfrentaríamos a nuevas amenazas y peligros, hasta ahora no descritos. Estados Unidos se vio desbordado en sus conceptos estratégicos y afrontaba peligros hasta entonces desconocidos, teniendo que actualizar sus manuales de guerra y enfrentando un enemigo que no era visible en el sentido clásico de las guerras que habíamos conocido hasta la irrupción del terrorismo islamista en la escena internacional. Había nacido la denominada guerra asimétrica, que viene a ser un conflicto violento en el que se constata una abismal diferencia cuantitativa y cualitativa entre los recursos militares, políticos y mediáticos de los actores comprometidos y que, por lo tanto, obliga a los bandos a utilizar tácticas que podríamos denominar atípicas.

Para el general Alberto Piris, es asimétrica del todo la guerra que enfrenta tanques y piedras –como las llamadas intifadas– y en este caso la asimetría concierne específicamente a los medios con los que se aplica la violencia. Porque también existe asimetría cuando los combatientes de un bando creen estar actuando en nombre de un dios y los del otro solo lo hacen por motivos terrenales o intereses políticos concretos. Incluso cabe imaginar una “asimetría del odio”, cuando los beligerantes de un bando y los del otro no comparten la misma intensidad de odio al enemigo, lo que produce una especial modulación en el modo de hacer la guerra. Este tipo de asimetría ha caracterizado, sobre todo, las guerras coloniales y las de independencia frente a las potencias colonizadoras.

Entre estas tácticas consideradas atípicas a las que nos referíamos antes y que ya no atienden a las lógicas tradicionales de la tradición militar al uso, hay que señalar el uso de los métodos terroristas; las acciones indiscriminadas contra la población civil –coches y camiones conducidos por kamikazes en las ciudades europeas podrían estar entre las mismas–; la contrainsurgencia; los ataques cibernéticos contra gobiernos, instituciones y empresas; la guerra sucia; la desobediencia civil; el uso de armas químicas prohibidas; la guerra de guerrillas y muchas más que desbordarían la finalidad del presente trabajo.

Muy pronto, pero sobre todo a partir del atentado contra las Torres Gemelas y el Pentágono, Occidente, y especialmente Estados Unidos y Europa, se enfrentarían a una guerra que tenía enfrente a un enemigo invisible, escondido entre nosotros y que aprovechaba nuestras deficiencias en materia de seguridad para atacar en el momento más oportuno. Aprovechando la tradicional tolerancia y permisividad occidental, el nuevo terrorismo utilizaba las nuevas tecnologías para captar adeptos, comunicarse entre las distintas células terroristas y conocer mejor al enemigo, al que pretendían no ya derrotar, sino exterminar sin más e indiscriminadamente.

Desde el año 2004 hasta ahora se han producido catorce grandes ataques terroristas en varias ciudades europeas con el resultado de varios centenares de muertos y heridos y la extensión de una psicosis colectiva que ha generado el lógico terror en nuestras sociedades, que se sienten amenazadas y hay un clima de incertidumbre que genera tensiones, rechazos y convulsiones. La guerra del terrorismo contra Europa comenzó en Madrid en 2004, cuando varias bombas causaron casi dos centenares de muertos y otros más de heridos en trenes que se dirigían a la estación de Atocha.

Luego le siguió el terrorífico turno a Londres y a la lista interminable lista se unieron lugares como Brujas, Berlín, Manchester, Estocolmo, Londres, París y Bruselas, por citar los mayores ataques. Otro lugar teñido en sangre fue la ciudad de Orlando, en Estados Unidos, cuando una discoteca gay fue atacada por un terrorista que había jurado fidelidad al Estado Islámico, causando medio centenar de muertos y decenas de heridos en el año 2016. A esta fatídica nómina se le unió hace pocos meses Barcelona, en donde una furgoneta conducida por un islamista fiel también Estado Islámico arrasó las tradicionales Ramblas y causó trece muertos y un centenar de heridos.

La amenaza del terrorismo

Estos ataques terroristas han cambiado los conceptos clásicos que teníamos en cuanto a las amenazas que se cernían sobre nuestros países. Para hacer frente al de ahora, un enemigo sin rostro ni ejército conocido, tenemos que poner en marcha, en primer lugar, un nuevo concepto de inteligencia que aúne el conocimiento sobre el terreno de los riesgos potenciales, poniendo en marcha estrategias sociales y políticas que eviten la radicalización de determinados colectivos, y una reactualización de nuestros conceptos policiales, toda vez que las nuevas amenazas aprovechan nuestras fallas en seguridad para actuar, atacar y causar cuanto más daño mejor. Cuanto más vulnerables son los objetivos, más posibilidades existen de que los nuevos terroristas ataquen.

En las grandes concentraciones de civiles indefensos, bien sean calles céntricas, aeropuertos, estaciones de tren o áreas comerciales, más posibilidades hay de que se produzcan ataques terroristas. Esta modernización y adecuación, que ya no atiende al método tradicional que atacaba objetivos policiales, militares y políticos, requiere nuevas respuestas y una puesta al día de las doctrinas clásicas de los estados y los cuerpos de seguridad. Hay que reseñar que una buena parte de los países, pero especialmente Francia tras los ataques terroristas, han comenzado a sacar a sus fuerzas militares de los cuarteles para que, en coordinación con las de seguridad, hagan frente a estas amenazas.

Sin embargo, aparte de la dimensión interna que representa esta mutación del fenómeno terrorista, la aparición en escena de las redes yihadistas ligadas a Al Qaeda y el Estado Islámico han dado una transcendencia internacional al asunto. El enemigo ya no es el que creíamos que era, ni el que esperábamos, es otra cosa. Ya no se trata sólo de lograr detener a los terroristas en nuestros países, sino que sin la acción exterior, es decir, yendo hasta el foco del problema, será muy difícil derrotarles definitivamente.

El Estado Islámico, por ejemplo, se extiende a modo de un gran pulpo con numerosos tentáculos a través de los territorios de Yemen, Irak, Siria, Líbano, Egipto, Libia y Túnez, exportando terroristas desde sus bases en estos países ya formados y preparados para entrar en acción y cometer atentados. En su momento álgido llegó a controlar hasta 90.000 km2. extendidos a modo de gran mancha entre Irak y Siria, una base territorial desde la que amenazaban a la entidad kurda del Norte de Irak, Turquía y Líbano. 

foto: Militar saudí de las fuerzas paracaidistas habla con un soldado de Emiratos durante la actual Guerra del Yemen (foto Saudi88hawk).

Muchos de los terroristas que se unían a este grupo, paradójicamente, provenían (y provienen) de Europa Occidental, pero especialmente de España, Francia y el Reino Unido. Sin una acción internacional concertada en sus territorios, tal como en su momento ocurrió tras un breve acuerdo entre Rusia y los Estados Unidos, será casi imposible derrotarles y desactivar su capacidad logística de operar en Europa, Rusia, Norteamérica y otros países que están en su punto de mira.

Aparte del Estado Islámico, hay otra red terrorista de importancia en Oriente Medio y que está liderada, financiada y armada por Irán. Desde Teherán se ha fomentado la insurgencia chiíta en contra de los suníes en Irak, desafiando abiertamente a Estados Unidos y a sus aliados saudíes, que mantienen una competencia política armada con Irán. Yemen, por ejemplo, se ha convertido en el tablero de ajedrez donde iraníes y saudíes luchan abiertamente, apoyando cada país a distintos bandos en la guerra civil que le asola.

Pero también los iraníes nutren de armamento moderno y sofisticado a sus brazos armados en Líbano y Gaza, Hizbolá y Hamas, respectivamente, grupos que atacan periódicamente  a Israel y que hostigan al Estado hebreo con una guerra de baja intensidad, pero que causa numerosas muertes y heridos. Como fruto de esas acciones, el Ejército israelí emprendió en el pasado contundentes y eficaces ataques contra las bases de Hizbolá en el Sur del Líbano y también en Gaza contra Hamas, pero eso no ha sido óbice para que las acciones terroristas hayan continuado y se menguara el apoyo iraní a ambos grupos.

Las redes terroristas iraníes están conectadas directamente con Siria, más concretamente con el régimen de Bashar Al-Asad, que ha recibido el apoyo de varios contingentes de Hizbolá y el asesoramiento de militares iraníes en la guerra civil que se libra en este país entre las fuerzas del régimen y las atomizadas de la oposición siria. Para situarse el nivel de la ayuda que presta Teherán al debilitado régimen de Bagdag, hay que reseñar que ya han muerto dos generales iraníes mientras prestaban sus servicios como supuestos asesores en la guerra fratricida que padece Siria. Se trata de Gholam Ali Qalizadeh y Hossein Hamadani y en el caso de este último el fallecimiento ocurrió de forma violenta en la ciudad de Alepo. No hay datos oficiales sobre el número de efectivos militares iraníes que estarían prestando sus servicios en el país.

Un nuevo orden global

Así, el nuevo orden global dista mucho de ser un entorno pacífico, estable, seguro y estático, sino más bien lo contrario. A la disolución del bloque comunista y el final de la Unión Soviética le siguieron numerosos conflictos y guerras. Muchas de esas heridas todavía no se han cerrado y numerosos contenciosos esperan una resolución, que pasará por arduas negociaciones y largos procesos para su necesaria reconducción política y diplomática.

En lo que respecta a Oriente Medio, la situación es realmente complicada, tras el fracaso de la primavera árabe y las consiguientes y fallidas transiciones a la democracia en Egipto y Túnez. Tampoco se vislumbran aires de cambio en Argelia y Marruecos, al tiempo que Libia, Siria y Yemen viven inmersas en interminables y cruentas guerras civiles, sin que se divisen en el horizonte perspectivas de mejora o la generación de escenarios que permitan la negociación política.

El largo conflicto palestino-israelí sigue presente también en la agenda internacional y en los últimos años, pese a que ambas partes al menos mantienen un cierto nivel de diálogo e interlocución, no ha habido avances significativos, por no decir que sobre el terreno los resultados tangibles han sido  nulos. La división en el liderazgo palestino sigue presente –Hamas en Gaza, mientras que Al Fatah controla Cisjordania–, Estados Unidos no ha asumido un rol de liderazgo de cara a relanzar el proceso abandonado desde la era de Bill Clinton e incluso se ha asistido a una radicalización en las partes, tanto en la israelí como en la palestina. Hay crónicos desintereses del mundo árabe, en estos momentos de este proceso debido, sobre todo, a la grave crisis interna por la que atraviesan la mayor parte de sus actores.

foto: Combatiente en el conflicto de Sudán del Sur portando un fusil de asalto HK G-3 (foto Steve Evans).

A este cuadro tan complejo se le han venido a añadir las pretensiones de Irán para dotarse de armamento nuclear –programa que abandonó tras un acuerdo patrocinado por Rusia y Estados Unidos pero que ahora no descartan retomar– y que ha sembrado de zozobra a todos sus vecinos, sobre todo porque el nivel de tensión en la zona es muy alto y porque Teherán ha reiterado en numerosas ocasiones que sus armas siguen apuntando hacia Israel. Los líderes iraníes siempre reiteraron que su objetivo final es borrar de la faz de la tierra a la entidad sionista. Bravuconadas o amenazas reales, Israel y su principal aliado en el mundo, Estados Unidos, no pueden pararse a pensar cuáles son las verdaderas intenciones del régimen iraní, sino que están abocados a actuar antes que se concreten en acciones reales.

Otros focos de tensión que han emergido en los últimos años han sido Ucrania y Turquía. La deriva nacionalista de Kiev, que llevó a tomar decisiones precipitadas tras un cambio de Gobierno en el año 2014, acabó desembocando en una escalada de la tensión con Rusia, a merced de que el ejecutivo ucraniano pretendió introducir medidas restrictivas para el uso del ruso, cuando más del 20 por ciento de la población de ese país pertenece a esa etnia. Fruto de esas tensiones, Moscú alimentó los apetitos secesionistas de Crimea, para que, después de proclamar su independencia con respecto de Ucrania, en una suerte de parodia legal con consulta incluida, se la anexionase en ese mismo año.

El asunto era complejo, ya que no debemos olvidar que la península de Crimea fue incluida en una fecha muy reciente, en 1954, como un ardid por parte de las autoridades soviéticas para tratar de calmar las ansias nacionalistas de los ucranianos y que, además, más de la mitad de la población era rusa. La crisis se extendió después a las regiones del Donetsk y Lugansk, con una población rusa en ambas que supera el 90 por ciento del censo, en donde milicias prorrusas (supuestamente) armadas por Moscú se atrincheraron y crearon una entidad política que funciona, de facto, como un Estado no reconocido internacionalmente.

En lo que concierne a Turquía, miembro de la OTAN y uno de los aliados de Occidente y de Estados Unidos en esta parte del mundo, la deriva autoritaria de su actual presidente, Tayyip Erdogan, se consolidó tras un extraño intento de golpe de Estado en 2016. Desde ese momento, el máximo líder turco se ha embarcado en un una línea regresiva que le ha llevado a clausurar periódicos, arrestar a unas 100.000 personas, decapitar a la cúpula militar, comenzar una nueva persecución contra la izquierda y los kurdos y sumir al país en una zozobra colectiva, que tan solo ha generado inestabilidad política y el regreso a las armas por parte de las guerrillas kurdas. Erdogan se ha enfrentado con la Unión Europea (UE), insultó a los alemanes, se enemistó con todos sus vecinos, cerró las puertas a una negociación política acerca del contencioso de la ocupada (por Turquía) isla de Chipre y se otorgó más poderes para consumar una suerte de dictadura perfecta. El asunto, como es lógico, preocupa a sus socios europeos y norteamericanos: ¿es Turquía un socio fiable en esas circunstancias?

Finalmente, de la misma forma que Irán ha amenazado en reiteradas ocasiones con dotarse de armamento nuclear –seguramente con el apoyo de Rusia, que no quiere perder la ocasión de hacer pingues negocios a cargo de las arcas iraníes–, Corea del Norte sigue en su empeño por dotarse de las mismas y periódicamente anuncia pruebas en este sentido. También ensayó en reiteradas ocasiones misiles de largo alcance que podrían alcanzar hasta objetivos militares en Japón y Estados Unidos, lo que ha hecho sonar las alarmas en toda Asia y en Occidente.

Pese a las condenas de la ONU e incluso de sus aliados, como Rusia y China, el régimen norcoreano ha seguido con sus ataques y escalada dialéctica, habiendo llegado a amenazar a Estados Unidos con atacar la isla de Guam, un objetivo escasamente poblado, pero de notable interés militar. Las espadas por ahora están en alto, pero no debe descartarse que a la escalada dialéctica le sigan acciones militares por ambas partes, sobre todo desde que Estados Unidos no ha ocultado que podrían estar preparando algún tipo de respuesta a las amenazas del máximo líder norcoreano, Kim Jong-un.

El papel de los ejércitos en el Siglo XXI

En este contexto cabe la pena preguntarse si tienen futuro los ejércitos nacionales en un mundo globalizado e interconectado. Obviamente, como han demostrado las crisis de los Balcanes y una buena parte de las que se sucedieron en el espacio soviético, sin la intervención de la sociedad internacional estos conflictos nunca se hubieran resuelto y menos pacificado las áreas en guerra. En el caso concreto de Bosnia y Herzegovina, el asunto está bien claro: sin la actuación de la OTAN nunca los serbios hubieran depuesto las armas y sentado a negociar. Eso está meridianamente claro. Pero en el caso de Kosovo, aunque la intervención de la OTAN contra Serbia puede ser puesta en tela de juicio por algunos daños colaterales que afectaron a objetivos civiles –Embajada de  la República Popular de China en Belgrado incluida–, sin la presión militar contra Milosevic la guerra hubiera seguido seguramente hasta el día de hoy sin interrupción.

La OTAN se ha revelado como un marco para la estabilidad política en Europa y también para garantizar seguridad en el Continente, pese a que no ha sido capaz de que algunos de sus socios, como Turquía, respeten las libertades y los derechos fundamentales, al tiempo que tampoco ha tenido éxito en mediar entre Rusia y Ucrania para evitar la guerra en el Este de este último país. La UE, sin embargo, sigue mostrando notorias deficiencias en este campo y parece que no hay una ferviente voluntad política por parte de sus socios de dotar a esta institución de un verdadero ejército europeo y una diplomacia eficaz y profesional más allá de los intereses particulares de los miembros.

La llegada de Donald Trump a la Presidencia de Estados Unidos ha estado más plagada de incertidumbres que de certezas. A los constantes cambios de equipos y caras se le ha venido a sumar el escándalo todavía no aclarado de sus relaciones con Rusia antes y después de su llegada al Gobierno, las abiertas diferencias con su partido, el establishment norteamericano y los servicios de inteligencia y, por último, añadimos a este cuadro tan intrincado las malas relaciones con sus socios y la desconfianza que genera en los mismos, pero muy especialmente en Francia y Alemania. Pese a los llamados de Trump a aumentar los gastos de defensa de los socios europeos, no parece que este pedido sea atendido por unos aliados que no muestran un gran interés en incrementarlos en un periodo de crisis económica y moderada recuperación tras una larga recesión.

foto: Blindados BTR-80 del Ejército de Ucrania durante el conflicto del Donetsk/Donbass (foto ВО Свобода).

Europa, pese a las turbulencias y el Brexit, sigue siendo quien más fuerzas aporta, junto con Estados Unidos, a las misiones de paz de la ONU. Sin la existencia de ejércitos profesionales, preparados, convencionales en el sentido clásico y con oficiales y personal bien preparados, estas misiones de paz en los cinco continentes serían hoy imposibles de realizar. La paz en estos conflictos se debe a estos miles de hombres que dedican su vida y trabajo a la milicia. Incluso Colombia, que acaba de firmar un acuerdo de paz entre sus guerrilleros –los más antiguos de América Latina, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC)– y el ejecutivo del presidente Juan Manuel Santos, ha tenido que recurrir a fuerzas convencionales de varios países europeos y latinoamericanos para verificar el cumplimiento de los compromisos rubricados.

Sin embargo, hay que reseñar que los grandes ejércitos del mundo hoy en día son profesionales y no convencionales en el sentido clásico de la palabra. Por ejemplo, son paradigmáticos los casos de las Fuerzas Armadas de España, Estados Unidos, Francia y el Reino Unido, donde el servicio militar es voluntario y forma parte de una profesión donde el personal que entra, en función del grado en que se integra, va realizando una suerte de carrera a través de las distintas posiciones de su ejército. Están profesionalizados, bien formados y con personal que tiene que pasar unas pruebas de idoneidad mínima para integrase en función de su respectiva formación.

Pese a todo, la fórmula para resolver los conflictos en el mundo de hoy no es en clave militar, tal como la experiencia demuestra, sino en una combinación de instrumentos políticos y diplomáticos, sin que el objetivo final sea el uso de la fuerza, ya que las armas son instrumentos fatales que solamente deben ser utilizadas cuando no hay otra alternativa, como dijo Sun Tzu en el Arte de la Guerra. La guerra debe ser el recurso final que debe utilizar todo buen político o militar para reconducir un conflicto.

Además, las crisis de los Balcanes, África y Oriente Medio han mostrado a las claras que sólo se encuentran soluciones a las mismas cuando hay políticos valientes y audaces capaces de negociar, sentarse a hablar con sus enemigos, tender puentes para el diálogo y buscar acuerdos generosos que impliquen concesiones por ambas partes, tal como ocurrió en los comienzos del proceso de paz en Oriente Medio entre Israel y los palestinos. Sin la búsqueda de grandes consensos entre las potencias en la escena internacional para resolver los conflictos y contenciosos es realmente difícil, por no decir imposible, que se llegue a compromisos que sean capaces de desbloquear las guerras.

En este sentido, y ya en un escenario multipolar donde no hay dos grandes actores o bloques bajo su dominio en juego, como ocurría en la Guerra Fría, es necesario reivindicar la responsabilidad colectiva de las grandes potencias en los problemas de nuestro tiempo, más allá de sus implicaciones concretas en los mismos. Debe prevalecer siempre la política antes del uso de la fuerza, de la guerra, que debe ser el último escenario a la hora de ponerse manos a la obra y buscar la resolución pacífica de los conflictos. Pero, concluyendo, como no se debe descartar ese último escalón en una crisis, tampoco podemos abandonar nuestras obligaciones militares en el sentido profesional de cara a dotar a nuestras sociedades de esos instrumentos necesarios, fundamentales y auténticas columnas vertebrales que articulan una parte fundamental de los estados hoy en día.

Conclusión

Tras el final de la Guerra Fría y la caída del Muro de Berlín, Estados Unidos, Europa y, en general, el mundo occidental abrigaron la esperanza de un mundo sin armas, bloques y guerras, pero nada más lejos de la realidad. Numerosos conflictos en clave nacionalista e interétnica se produjeron en los Balcanes, el antiguo espacio soviético y África. Paralelamente a estos acontecimientos, la Primavera Árabe, lejos de representar una experiencia democrática para el Magreb y Oriente Medio acabó degenerando en un sinfín de guerras, conflictos y transiciones a linacabadas, como la de Egipto, que culminó en un golpe de estado, o la de Libia, que desembocó en una confrontación civil.

Siria se llevó la peor parte y sufre una guerra civil desde el año 2011, después de una revuelta contra el régimen de Bashar Al-Asad, y se han contabilizado más de 400.000 víctimas mortales y unos 11 millones de desplazados y refugiados. Por otra parte, la irrupción del terrorismo islamista radical en la escena el 11 de septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas en Estados Unidos abrió un ciclo infernal de ataques indiscriminados contra las ciudades europeas y occidentales, especialmente contra objetivos civiles de ciudadanos indefensos y en grandes áreas de aglomeración. Nos enfrentamos a un enemigo sin rostro que vive en nuestras ciudades.

Los ejércitos convencionales hoy son más necesarios que nunca para hacer frente a las emergencias humanitarias, para participar en las exitosas misiones de paz que han puesto el punto y final a numerosas guerras y también, claro está, para hacer frente a un terrorismo que no escatima sus fuerzas para atacarnos dentro y fuera de nuestras fronteras, tal como hace ahora el Estado Islámico, una organización terrorista que pretendía fundar un gran Califato en Oriente Medio, pero que también ataca en las principales urbes europeas y en casi una decena de países del mundo árabe.


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