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Espacio humanitario y operaciones militares

Revista Defensa nº 380, Diciembre 2009

La participación de fuerzas militares en operaciones distintas a las puramente bélicas es algo cada vez más frecuente y pone a las implicadas frente a nuevos retos, como el de la creciente interrelación entre civiles y militares, que obliga a delimitar los cometidos respectivos. La indefinición de la frontera entre los cometidos de ambos ha sido fuente frecuente de desencuentros en este tipo de misiones. De hecho, podemos decir que, durante los últimos cincuenta años, ninguno de los modelos de colaboración intentados por agencias civiles y militares ha conseguido un éxito pleno.

Lo cierto es que, a pesar de la experiencia acumulada, las operaciones de mantenimiento de la paz no han evolucionado de forma significativa desde que se iniciaron tras la II Guerra Mundial: la delimitación de los cometidos de militares y civiles sigue siendo un tema por solucionar hoy, igual que hace cincuenta años(1). Lo que sí ha evolucionado de manera significativa es el papel de los militares en estas operaciones. También ha cambiado la participación gubernamental, que, cada vez más, es cívico-militar, con lo que el problema ahora, más que de coordinación entre civiles y militares, pasa a ser de  coordinación entre acción gubernamental y no gubernamental.

(1) James V. Arbuckle: Análisis: ¿No hay sitio para los militares?; Revista de la OTAN; otoño de 2007.

El mandato militar de las misiones clásicas(2)  consistía en preservar una paz ya existente. El despliegue requería el consentimiento previo de las partes en conflicto y el uso de la fuerza quedaba limitado a la defensa propia. Sin embargo, la crisis de Chipre de 1974 marca un punto de inflexión en la evolución de la participación de fuerzas militares en este tipo de operaciones. UNFICYP fue inicialmente una misión puramente militar y sus cometidos eran evitar un resurgimiento de los combates, fomentar la ley y el orden y colaborar en la normalización del país. La invasión turca alteró drásticamente la situación al provocar un enorme flujo de desplazados que se tradujo en una importante crisis humanitaria, cuya gestión se le encomendó, hasta que ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados) pudo asumir el liderazgo. Que la fuerza militar recibiera el mandato de gestionar una crisis humanitaria fue en su momento una novedad. Hoy, a la vista de la experiencia acumulada al cabo de los años, no nos lo parecería tanto.

(2) Capítulo VI de la Carta de las Naciones Unidas.

Un cambio de mayor trascendencia se produce con el fin de la guerra fría, momento a partir del cual la mayoría de las intervenciones ha consistido en operaciones de pacificación amparadas en el Capítulo VII de la Carta de la ONU, que permite usar la fuerza para imponer sus resoluciones y acometer la misión sin el acuerdo de todas las partes implicadas. El cambio es drástico: ya no se pretende mantener un status quo previo, sino crearlo a través del empleo de fuerzas militares. Así, Naciones Unidas ya no es un actor neutral entre dos partes que han aceptado su arbitraje: ahora es un juez que decide una solución y sus fuerzas la imponen sobre el terreno.

foto: Ayuda humanitaria por militares españoles en Pakistán (foto MALOG-OP).

Este cambio de escenario obliga a replantearse el papel a desempeñar por las fuerzas militares. Y es que los militares no valen para todo; pueden ofrecer protección, apoyo logístico y sanitario y unas potentes capacidades de coordinación y control, elementos críticos en las primeras fases de respuesta a una emergencia humanitaria; pero no son el agente más eficaz para tareas puramente humanitarias: su intervención directa en operaciones de ayuda no constituye el mejor uso posible de unas fuerzas que deberían centrarse en crear un entorno de seguridad, en el que otros actores más especializados en este tipo de tareas puedan desempeñarse sin amenazas externas.

Los retos en las relaciones entre civiles y militares

Resulta irónico que, precisamente cuando los militares no son capaces de crear un entorno positivo de seguridad, se les requiera para tareas que son más propias de agencias civiles, según afirma James V. Arbuckle. Esta situación es la que, a juicio de muchos, se está produciendo ahora mismo, por ejemplo, en Afganistán, donde la seguridad dista mucho de estar asegurada y en la que militares de distintos países asumen, en mayor o menor medida, misiones humanitarias, especialmente en aquellas zonas en las que, precisamente por su falta de seguridad, la presencia de agencias civiles es más difícil. Esta situación provoca malestar entre todos los implicados: los militares se sienten molestos por la ampliación de sus funciones a un campo que consideran ajeno, obligándoles a distraer fuerzas de sus cometidos específicos; los civiles se quejan de lo que consideran una intrusión en su terreno y una dejación del  cometido esencial de los militares, que es precisamente garantizar las condiciones de seguridad que les permitan actuar.

Resulta difícil diferenciar entre apoyo militar a las agencias civiles y mutua competencia y esta indefinición dificulta la confianza mutua. Los militares pueden pensar que se les obliga una y otra vez a justificarse y recibir instrucciones de unas agencias civiles como la ONU, que han sido incapaces de definir claramente las funciones de cada una de las partes. Los civiles, por su parte, sólo admiten la implicación militar en proyectos humanitarios en aquellos casos en que, por su urgencia o inseguridad, sólo pueden hacerlo los soldados. Así que la situación no es demasiado diferente a la descrita por Dag Hammarskjöld, ex secretario General de la ONU: no es una tarea para soldados, pero sólo los soldados pueden realizarla. A la vista de los problemas citados, ha surgido en el seno de la Organización el concepto de misiones integradas (Integrated Missions), que pretende afrontar el problema de la coordinación entre los distintos agentes implicados, avanzando en la coherencia e integración de las actividades de todos los actores de la gestión de conflictos.

El planeamiento y ejecución de una operación, tradicionalmente, se realizaba en cuatro niveles: político, militar, civil y económico, cada uno de los cuales persigue unos objetivos específicos y su correspondiente situación final, la suma de las cuales constituye la global deseada. Este planteamiento parece haberse visto superado por unos conflictos en los que los objetivos de los diferentes niveles se entrecruzan, haciendo imposible abordarlos de forma independiente. Pensemos cómo, en muchos conflictos, un elemento esencial de la estrategia militar consiste en ganar los corazones y las mentes de la población; es fácil imaginar cómo el desarrollo de esta estrategia puede implicar la ejecución de acciones que pueden interferir con la actividad de las organizaciones humanitarias que desarrollarán actividades similares, pero guiadas por objetivos diferentes.

foto: Distribución de ayuda en Afganistán (foto OTAN).

Si bien podemos convenir que, en términos generales, a los actores estatales y multinacionales les toca impulsar la reconstrucción y el desarrollo, a los militares les corresponde proporcionar seguridad y a las agencias humanitarias atender a las necesidades inmediatas de la población, el hecho es que este teórico reparto de papeles ya no funciona, surgen interferencias y no se consiguen las necesarias sinergias. Para superar esta situación, el nuevo concepto pretende que la actuación de todos los actores sea planeada conjuntamente y dirigida de forma integrada, acabándose con la situación actual en la que, de hecho, nos encontramos con estrategias políticas, militares y humanitarias que, con frecuencia, chocan.

Para no llevar a engaño sobre el alcance del objeto, conviene matizar que no se pretende poner a los actores humanitarios bajo la dirección de la ONU, así como, en el caso de los estatales e internacionales sí que se persigue un mando único. En el caso del otro tipo de actores, se desea únicamente coordinar las acciones, de forma que exista una agenda única, consensuada, a la hora de acometer tanto los proyectos de ayuda humanitaria, como los de reconstrucción y desarrollo, todo ello bajo el paraguas de seguridad de la misión. El caso es que donde el procedimiento hace aguas es en el intento de integrar a las agencias humanitarias, ya que, desde el punto de vista de muchas de ellas, reacias a aceptar este concepto, su inviabilidad parte de la base que, mientras los actores estatales, políticos y militares actúan guiados por objetivos políticos, la única motivación de los agentes humanitarios es la de atender a las necesidades de las víctimas del conflicto. Esta diferencia en las motivaciones últimas de unos y otros hace imposible, para ellos, esa pretendida actuación integrada.

El espacio humanitario

La situación actual, en la que se produce cierto solapamiento entre las actividades de organizaciones humanitarias, internacionales y gubernamentales, incluidas las fuerzas militares, ha llevado a la comunidad humanitaria (Cruz Roja Internacional, Human Rights, Oxfam o Médicos Sin Fronteras,…) a insistir en la delimitación de lo que es conceptualmente ayuda humanitaria y espacio humanitario. Desde su perspectiva, sólo puede hablarse de ayuda humanitaria cuando se trata de una actuación neutral, indiscriminada y ajena a otros objetivos que no sean la ayuda a las personas necesitadas. Definida así, no podemos aplicar esta denominación a las que, en soporte de la población civil, realizan organizaciones gubernamentales, civiles o militares, en escenarios de conflicto en los que actúan como parte beligerante. Cuando un PRT en Afganistán, sea su elemento civil o el militar, realiza una actividad en favor de personas afectadas por cualquier tipo de calamidad, no realiza, stricto sensu, ayuda humanitaria ya que su actuación, aunque pueda ser indiscriminada, no es neutral y busca objetivos como reforzar la presencia y legitimidad del Gobierno afgano o ganar los corazones y las mentes, que van más allá del mero interés por aliviar el sufrimiento de la población. Ayuda humanitaria, en sentido estricto y según esta concepción, sólo la realizan quienes no tienen otro objetivo que ayudar a la población civil.

Corolario de esta definición es la reivindicación de un espacio humanitario: área geográfica en la que la asistencia es prestada por las agencias humanitarias, libremente y sin ningún tipo de interferencias. Los agentes humanitarios tienen la obligación de mantener contactos con todos los elementos implicados en un conflicto, sin que ello implique arrogarles ningún tipo de legitimidad: si la Cruz Roja en Afganistán mantiene contactos con los talibanes es para asegurarse el acceso a las zonas dominadas por éstos, ya que su ayuda debe alcanzar, indiscriminadamente a todos los que la precisen, con independencia de quién domine la zona en la que se encuentren. De hecho, tanto esta organización, como algunas ONG lo han venido haciendo ininterrumpidamente en Afganistán desde hace treinta años sin problemas significativos, hasta que, en los últimos años, la situación ha cambiado.

El elemento perturbador lo ha constituido, desde su perspectiva, la ocupación de Afganis­tán por la coalición liderada por Estados Unidos, después de la cual el espacio humanitario, claramente definido con anterioridad, ha quedado difuminado por las interferencias de actores estatales e internacionales. Según la Oficina de Coordi­na­ción de los Asuntos Huma­nitarios de la ONU (OCHA), desde el 11-S, y sobre todo el 19 de agosto de 2003(3), la violencia contra los trabajadores humanitarios no ha dejado de aumentar. En 2008, 260 fueron víctimas de raptos y ataques que dejaron 122 muertos, una cifra superior a la de fallecidos en operaciones de paz de la ONU, según el Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH). Atendiendo al último informe del Overseas Development Institute, que cuenta desde 2006 con una base de datos sobre seguridad de los trabajadores humanitarios, la violencia se concentró en Sudán, Afganistán, Somalia, Sri Lanka, Chad, Irak y Pakistán. En estos seis países (en orden decreciente) ocurrieron las tres cuartas partes de los ataques contra personal humanitario(4). Así las cosas, el balance sobre la situación y el futuro del colectivo no es muy optimista(5). El jefe de la OCHA, John Holmes, señala que las necesidades humanitarias no dejan de aumentar y destaca que, con los sistemas de ayuda existentes, los trabajadores están cada vez más en el punto de mira.

(3) Fecha del atentado contra la sede de la ONU en Bagdad, que costó la vida a 22 miembros de esta organización.

(4) Marta Arroyo: El aumento de los ataques a ONG marca el primer Día Mundial Humanitario; El Mundo; Ed. Digital; 19 de agosto de 2009.

(5) A modo de ejemplo, sólo en lo que va de año, cuatro empleados europeos de la ONG francesa Acción Contra el Hambre han sido secuestrados en Somalia y liberados nueve meses más tarde, mientras que otros tres cooperantes fueron raptados en Kenia y dos más en Darfur. Además, Médicos Sin Fronteras (MSF) y el ACNUR han perdido varios de sus empleados en Pakistán. Ejemplo claro de esta idea es el concepto de Zonas de Desarrollo Afganas, o ADF (Afghan Development Zones): este concepto, puesto en marcha por ISAF en 2006 con el apoyo del Gobierno afgano y las reticencias de muchos de los países de la coalición, entre ellos España, pretendía avanzar en la reconstrucción de Afganistán mediante la creación por medios militares de zonas seguras, en las que se irían centrando los proyectos de reconstrucción y que, una vez consolidadas, se extenderían paulatinamente, hasta cubrir todo el territorio afgano.

El problema de la neutralidad

Para los actores humanitarios resulta ahora difícil mantener una reputación de neutralidad, que no se les discutía con anterioridad: haciendo, más o menos, lo mismo que hacen los gubernamentales, es difícil para la población local de Afganistán, por ejemplo, no asimilarlos como parte de la coalición que apoya al Gobierno. Esta asimilación, generalizada en otros conflictos, ha venido a comprometer su seguridad, de forma que podemos decir que las misiones humanitarias ya no tienen garantizada su seguridad. Los cooperantes se han convertido en blanco de los secuestradores en varios países, afirma el director general de Acción Contra el Hambre, Francisco Danel, para quien hay múltiples razones, entre ellas, que en algunos lugares la población local no distingue entre combatientes y cooperantes que prestan ayuda humanitaria. Los combatientes son percibidos como los que separan a Oriente de Occidente, al mundo cristiano del Islam, explica el portavoz del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), Florian Westpha.

foto: Ayuda helitransportada (foto US Army).

En el fondo, el problema estriba en que las organizaciones humanitarias han perdido la aureola de neutralidad que, tradicionalmente, ha constituido su principal protección. En los conflictos clásicos, la ONU era algo así como un árbitro entre dos contendientes de análoga naturaleza y legitimidad. En situaciones post-conflicto, en las que las partes habían alcanzado un acuerdo, la neutralidad, bajo su paraguas no era un problema. En este contexto, para las ONG no resultaba peligroso que las partes, y la población civil en general, no distinguieran claramente entre unos y otros, en la medida en que todos eran considerados elementos neutrales, ajenos al conflicto.

En los conflictos a los que hoy asistimos, que no parten de un acuerdo entre las partes, sino de la imposición de una resolución internacional, las NNUU son más una parte que un árbitro. En estas condiciones, muchos actores no estatales, volcados en la ayuda humanitaria, son renuentes a alinearse con alguien que, de hecho, es una de las partes del conflicto. Para mantener clara su neutralidad y su vocación de ayudar de forma indiscriminada, sin perseguir otro objetivo que el alivio de los sufrimientos de las víctimas del conflicto, deben mostrar claramente que no forman un todo con el resto de actores que sí están implicados. Esta es la razón por la que en Afganistán, como en otros escenarios, muchos de los humanitarios no quieren vincularse con la ONU e ISAF, tratando de mantener su neutralidad. El mismo motivo les lleva a rechazar el concepto de operaciones integradas.

Argumentan en contra quienes sostienen que la ONU sigue siendo una instancia neutral en tanto en cuanto el beneficio de la población es su objetivo último: esta actuación, aunque sea en contra del poder establecido, es la que le legitima y la que debería permitir a los actores humanitarios alinearse con ella. En cualquier caso, no debemos pasar por alto el hecho de que, por mucho que se distancien de otras instancias, resulta evidente que las ONG o la Cruz Roja no son vistos, por ejemplo en Afganistán, como elementos neutrales. Su vinculación con Occidente, su apuesta por el desarrollo y, en muchos casos, su postura a favor de los derechos de la mujer o de los valores democráticos, se consideran, por muchos, como una toma de posición por una de las partes del conflicto. Y de hecho, lo es. En síntesis: el problema, más que la propia neutralidad de las agencias humanitarias, es la percepción que la población, o las partes en conflicto, tengan de ellas y la dinámica de enfrentamiento Oriente-Occidente, con la que algunas organizaciones arropan su actuación, hace difícil que sean consideradas neutrales cuando su personal y recursos son, en su mayoría, occidentales, como ocurre, en líneas generales, los valores que las sustentan.

El dilema de la seguridad

El caso es que, hoy más que nunca, las organizaciones humanitarias en escenarios de conflicto se enfrentan con un creciente problema de seguridad. Afganistán es un buen ejemplo de ello, porque dentro de ese complejo país podemos encontrarnos, a día de hoy, todo tipo de situaciones, sin necesidad de cambiar de escenario y porque, siendo el conflicto de moda, es el laboratorio donde se estudian y experimentan las soluciones más novedosas.

En cualquier caso, antes de profundizar en la problemática de la seguridad de las agencias humanitarias en zonas de conflicto, y dado que vamos a emplear Afganistán como referencia, es importante hacer un par de consideraciones sobre la situación de seguridad en aquél país. La primera es que el Gobierno afgano no cumple con su obligación de garantizar la seguridad. Puede resultar más que obvio a estas alturas, pero quizá sea bueno reflexionar sobre ello, ya que es en última instancia quien debería hacerlo. La realidad es que hay amplias zonas en las que está prácticamente ausente y, donde hace acto de presencia, no es excesivamente efectivo como garante de la seguridad, sea por falta de fuerzas suficientes y adecuadamente preparadas y equipadas, sea por los problemas de corrupción, que hace que sus fuerzas actúen en ocasiones más como parte del problema que de la solución. Por otra parte, las amenazas para la seguridad están, hoy por hoy, constituidas por una mezcla de talibanes, terroristas internacionales, narcotraficantes y señores de la guerra, hasta cierto punto entremezclados y que siguen dominando amplias zonas del país. Frente a ellos, las fuerzas multinacionales tratan de reforzar la posición del Gobierno afgano, haciendo que asuma paulatinamente sus obligaciones como responsable de la seguridad.

También hay que tener presente que el concepto de seguridad no tiene para todos el mismo sentido. Existe una idea muy extendida en el ámbito militar de que las ONG no pueden actuar en determinadas zonas, hasta que éstas sean militarmente aseguradas: la seguridad, según esta idea, es un paso previo necesario para cualquier actuación de tipo humanitario o proyecto de desarrollo.

Este planteamiento choca con la evidencia de que, a lo largo de los treinta años de conflicto armado que ha vivido Afganistán, numerosas organizaciones se las han ingeniado para desa­rrollar sus trabajos a pesar de las más que deficientes condiciones de seguridad. Y es que, a diferencia de otros actores, las ONG tienden a basar su seguridad en la aceptación por parte de la comunidad en la que actúan, incluyendo a los que en cada caso detentan el poder real. Esta aceptación se ha venido basando en la existencia de relaciones muy duraderas, que han ido creando vínculos de confianza mutua y negociaciones con los poderes reales para acceder a las áreas bajo su control. El deterioro de estas relaciones en los últimos años se ha tratado de paliar mediante la adopción de determinadas medidas de autoprotección y, en última instancia, ha forzado a abandonar determinadas zonas en las que no esté mínimamente garantizada la seguridad, o a emplear técnicas de gestión a distancia, en las que se deja en manos de agentes locales la ejecución de los proyectos.

Habría que preguntarse por qué las estrategias que funcionaron en el pasado, basadas en la aceptación del papel de las ONG por la comunidad en la que trabajaban, parece que han dejado de funcionar en el contexto actual, en el que ya no pueden basar su seguridad en esta aceptación. Varios factores explican este cambio de situación. De una parte, los poderes reales con los que se llegó a acuerdos en el pasado han sido desplazados, en muchos casos, por insurgentes desvinculados de las comunidades alrededor de las cuales actúan y desconocedoras de los lazos preexistentes; esta desvinculación alcanza a los cooperantes habituales de esas comunidades, que deben renegociar su acceso en unas condiciones mucho peores.

Por otra parte, la intervención militar en Afganistán vino acompañada de una llegada masiva de ONG, que produjo, en muchas mentes, una asociación entre las fuerzas de la coalición y los civiles que, de una u otra forma, llegaron con ellos. Dada la tendencia humana a simplificar, esta asociación se ha extendido a las que ya estaban presentes en el país con anterioridad. Además, muchas de éstas, por su insuficiente implantación y sus problemas de financiación, se ven en la necesidad de recurrir a fondos gestionados por los PRT, apoyando por tanto sus estrategias y apuntalando el prejuicio que venimos exponiendo. Hoy por hoy, para muchos afganos, no hay demasiada diferencia entre ONG y militares, idea que se ve reforzada por la percepción, real o no, de que unos y otros realizan las mismas actividades y persiguen los mismos objetivos y  alimenta la sospecha, muy extendida, de que los miembros de ONG, cuando actúan en entornos en los que la presencia de ISAF no está muy afianzada, son en realidad espías de la coalición. La actuación de fuerzas militares en tareas de ayuda humanitaria es, desde esta perspectiva, considerada por parte de la comunidad humanitaria, como una amenaza para su seguridad.

Este contexto ha obligado a algunas ONG a ampararse en la protección de las fuerzas multinacionales, opción que no es la mejor para quienes la consideran un camino sin retorno en cuanto a la pérdida de imagen de neutralidad ante la población local. Para ellos, marcar la diferencia con las fuerzas militares sigue siendo su mejor medida de protección, insistiendo en su carácter humanitario e imparcial, recalcando la larga duración de su trabajo en Afganistán y su falta de vinculación con cualquier estrategia política. Todo ello a pesar que existe un convencimiento casi unánime de que los viejos tiempos en los que las ONG veían su seguridad garantizada por la aceptación general de su presencia han terminado y, al menos a medio plazo, parece que no volverán.

El futuro

La idea de la existencia de un espacio humanitario relacionado con entornos de no conflicto parece haber sido desbordada por una realidad mucho más compleja, en la que habría que hablar de un espacio humanitario y de seguridad único, en el que jugarían papeles diferentes, pero simultáneos, organizaciones civiles y militares. El dilema entre ambos está aún abierto y, pese a los esfuerzos por cambiar las mentalidades y eliminar las reticencias que, entre gran parte de la comunidad humanitaria, surgen a la hora de trabajar codo con codo con actores estatales y, más concretamente, con fuerzas militares, no parece que en el futuro próximo vayamos a ver grandes avances en este campo. Mientras no se consigan desarrollos más significativos, sí parece conveniente dar pasos como la integración de expertos civiles en los cuarteles generales operativos(6) y la toma en consideración de la opinión de agentes como, en el caso español, la Agencia Española de Coo­peración Internacio­nal y Desarrollo (AECID), a la hora de elaborar doctrina y procedimientos en este campo, e incluso en el planeamiento puramente militar(7).

(6) En 2006, la Organización Internacional para la Emigración (IOM)  firmó con la OTAN un acuerdo para mejorar la cooperación en caso de desastre natural, emergencias complejas y situaciones post-conflicto, proporcionando a la Alianza personal especializado en gestión de emergencias y desarrollo. En aplicación de este acuerdo, desde 2006, la Sección de Cooperación Cívico-Militar del cuartel general de ISAF incluye dos civiles de IOM como asesores en asuntos de desarrollo. Se pretende con ello mejorar la coordinación y la coherencia de todas las actuaciones, para lo cual se considera fundamental que, desde el primer momento, se produzca un intercambio de información y un apoyo mutuo en el planeamiento. La inclusión de asesores de desarrollo en los cuarteles generales operativos es una vía para conseguirlo. Yendo más allá, IOM propone que se considere su participación a la hora de desarrollar la doctrina de cooperación cívico-militar ya que, actualmente, no hay en ella inputs procedentes del ámbito civil.

(7) En los tiempos que corren no parece que tenga mucho sentido la elaboración de doctrinas exclusivamente militares para abordar las operaciones de estabilización o ayuda humanitaria. Si su ejecución va a implicar la integración de distintos actores estatales y la coordinación de la actuación con otros actores, al menos los primeros y, de ser posible, también los segundos, deberían participar en la elaboración de unos documentos de carácter marcadamente cívico-militar.

Revista Defensa nº 380, Diciembre 2009, Javier Ruiz Arévalo


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