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Breves notas sobre el conflicto colombiano tras la llegada de Álvaro Uribe Vélez

Por Jerónimo Ríos Sierra*

El año 2002 representa un punto de inflexión en Colombia, tanto por la llegada de un completo outsider como es Álvaro Uribe Vélez, que rompe con el bipartidismo imperante hasta entonces (Partido Liberal/Partido Conservador), como, derivado de ello, por las fuertes transformaciones que se van a producir en la forma de atender y entender el conflicto por parte del Estado y el poder público colombiano.

Tras el propósito truncado de la “Diplomacia por la paz” por llegar a un acuerdo con las FARC bajo el gobierno de Andrés Pastrana, la llegada de Álvaro Uribe a la presidencia se produce a través de una ruptura con las tendencias de carácter negociador dominantes hasta entonces. Así, se descarta cualquier política de aproximación con los grupos guerrilleros, al promoverse una política de confrontación directa, legitimada por una sociedad como la colombiana, escéptica y desafecta tras los reiterados fracasos de explorar una solución negociada al conflicto, y que por primera vez apuesta por una forma más reaccionaria en la manera de superar el mismo.

La Política de Seguridad Democrática como nueva estrategia de disputa

Hasta que se pone en marcha la Política de Seguridad Democrática (PSD), tanto la “guerra contra los narcotraficantes”, promovida por Virgilio Barco (1986-1990) con motivo del asesinato del candidato presidencial liberal, Luis Carlos Galán, como la “guerra integral” de César Gaviria (1990-1994), frustradas las negociaciones con las FARC y el ELN en el marco de una Asamblea Constituyente como la de 1991, se trataron de las dos experiencias más reaccionarias, de confrontación directa, llevadas a cabo en Colombia contra los grupos insurgentes. Ambas iniciativas, que fracasaron en su propósito, a diferencia del caso de la elección popular de Uribe, además, tuvieron lugar tras la ruptura de políticas negociadoras e intentos por encontrar fórmulas de consenso para desactivar el conflicto armado colombiano.

Paralelamente, a la dinámica endógena de cambio dentro del sistema político colombiano, entre el fin de la Administración Pastrana y el ascenso de Álvaro Uribe, se produce una afectación al orden geopolítico mundial, como consecuencia de los atentados del 11-S y la llegada a la presidencia estadounidense del republicano George W. Bush, máximo exponente del “realismo preventivo” y de la seguridad como elemento nuclear del código geopolítico de Washington en su proyección exterior (Benito, 2007).

Sobre estas circunstancias, la seguridad como valor y como derecho va a resultar la depositaria de toda la construcción del andamiaje institucional y de (re)construcción del Estado en Colombia, tanto desde la lógica uribista de “primero seguridad, después libertad”, como desde el apoyo proveniente de Estados Unidos y la comprensión neo-conservadora de la seguridad.

Todo este elenco de circunstancias se imbrican sobre un punto común, que es el de concebir la superación del conflicto armado colombiano en los términos que Galtung (1964) denomina como “paz negativa”. Esto es, comprendiendo la paz como ausencia de guerra, y no aspirando a superar las condiciones de violencia estructural –inequidad, marginalidad, pobreza, debilidad institucional de la dimensión social, democrática y de derecho del Estado- que dan sentido, en oposición, a la “paz positiva”.

Tal conjunción, ad intra, fruto de las transformaciones y cambios que acontecen a partir de 2002 en Colombia, y ad extra, a partir del renovado orden geopolítico emergente, va a materializarse en dos iniciativas dentro del particular caso colombiano. Dos iniciativas que comparten como prioridad el reducir la fortaleza militar de los diferentes actores irregulares en liza y disminuir su control efectivo territorial: la PSD y el Plan Colombia. Este último, aun orquestado inicialmente por Andrés Pastrana y Bill Clinton en 1999, a partir de la llegada de Bush a la presidencia, quedará inmerso dentro de lo que se conocerá como la Iniciativa Regional Andina (IRA).

La PSD va a quedar enmarcada dentro de dos fases. La primera, entre los años 2002 y 2006, en lo que se conoce stricto sensu como la Política de Seguridad Democrática y la segunda fase, conocida como la Política de Consolidación de la Seguridad Democrática.

En su primera fase, la Política de Seguridad Democrática tiene como principal objetivo el asumir la seguridad como una tarea conjunta y prioritaria de todas las autoridades, lo cual se produce a través de una inversión ingente de recursos económicos, humanos y militares, bajo una consideración y una proyección beligerante con las FARC y con el ELN especialmente, y sobre un montante que asciende a los 1.835 millones de dólares.

Ello representa un esfuerzo verdaderamente sin precedentes en Colombia, a tenor de que busca, por primera vez, pensar en revertir el sentido que hasta entonces había llevado consigo el conflicto armado, sobre una correlación de fuerzas, especialmente hasta el año 2000, cada vez más favorable hacia los grupos armados irregulares. De esta manera, casi de manera inmediata, y sobre la base de trabajar en políticas y procesos ya iniciados bajo el gobierno de Andrés Pastrana, se empiezan a obtener importantes logros en lo que a reducir la capacidad combativa de las FARC y del ELN e incrementar la capacidad de ataque de la fuerza pública colombiana.

Lo anterior, aunque se tradujo en importantes éxitos militares, igualmente, va a dejar consigo importantes costos humanos[2], a tenor del incremento desproporcionado de combates, acciones bélicas y violencia de y contra la guerrilla. Tanto es así, que incluso se va a evidenciar una relativa incapacidad en la obtención de una estrategia eficaz mediante el plan de guerra de la Política de Seguridad Democrática, identificado con el eufemismo de Plan Patriota, y que va a obligar a la adopción de un nuevo nombre para su segunda fase, como es el de Política de Consolidación de la Seguridad Democrática” (Leal, 2010).

Pese a los cambios de forma en cuanto a la narrativa de cómo identificar la política pública de superación del conflicto armado, y que incluso lleva al propio Álvaro Uribe a afirmar la inexistencia y la desaparición del mismo, en una redefinición de la violencia hacia el terrorismo, lo cierto es que entre la primera y la segunda fase de la política pública de seguridad el trasfondo queda inalterable en su componente más sustancial, si bien, entre una y otra etapa se incorporan dos importantes novedades.

La primera, claramente efectiva, pasa por desarrollar, en articulación con el apoyo estadounidense, un mayor énfasis en lo referente a inteligencia técnica y humana, asesoría del más alto nivel así como un fortalecimiento de los instrumentos de cooperación y coordinación del Ejército junto con la Policía Nacional. Asimismo, se identifica la necesidad de mejorar la distribución de recursos y se priorizan la deserción y la captura como formas de debilitar a los grupos irregulares armados frente a la búsqueda, casi obstinada hasta entonces, de causar bajas en el “enemigo”. También se refuerzan los instrumentos de recompensa y participación de la sociedad civil.

La segunda diferencia estriba en el monto de recursos que durante esta segunda etapa del mandato de Álvaro Uribe se utiliza para fortalecer la seguridad del país, y que según las cifras del Informe al Congreso de la República (2010) asciende a 5.770 millones de dólares. En otras palabras, se produce un crecimiento paulatino y sustancial del porcentaje del PIB destinado a seguridad y defensa, y que durante estos ocho años supera el 5%, lo que representa más del doble de lo que destinan los presupuestos de los países de la OCDE y un casi un punto porcentual más que Estados Unidos.

De esta manera, Colombia se va a convertir, transcurrido este tiempo, en el cuarto país del continente que más va a incrementar su presupuesto en seguridad y defensa tras Chile, Venezuela y Ecuador. Además, se erige como el país de América Latina con mayor cobertura de la fuerza pública por número de habitantes, con un promedio de 881 efectivos por cada 100.000 habitantes, únicamente superado por Bolivia (Mindefensa, 2009).

En esta misma tendencia, la Policía Nacional colombiana, entre 2002 y 2010, pasa de los 110.000 miembros a los 160.000, y el Ejército de 203.000 a 270.000 efectivos, de manera tal que, en términos agregados, el pie de fuerza pública en Colombia experimenta un incremento del 40% al cual, cualitativamente, habrá que añadir otros tantos avances notables en lo que tiene que ver con modernización, organización, coordinación, distribución y disposición de recursos (Mindefensa, 2011).

El Plan Colombia como instrumento indisociable de la PSD

Como también sucediera con Andrés Pastrana y Bill Clinton, la convergencia entre Álvaro Uribe y George W. Bush va a ser total. Máxime, una vez que el 11-S representa un viraje en la “guerra contra las drogas” para centrarse en la “guerra contra el terrorismo”, en la que Colombia representa unos intereses geopolíticos y geoestratégicos de primer orden para Estados Unidos.

A tal efecto, tiene importancia la Iniciativa Regional Andina (IRA), la cual cobra sentido dentro de la nueva estrategia y el código geopolítico que lleva a cabo George W. Bush en el marco global post-11S. Al respecto, y para ilustrar la presencia estadounidense en Colombia y la región andina conviene retomar las siguientes palabras del presidente estadounidense:

“La guerra contra el terror no se ganará a la defensiva. Debemos llevar la batalla al enemigo, desbaratar sus planes y confrontar las peores amenazas de que emerjan. En el mundo en que entramos, el único camino hacia la seguridad es la acción. Y esta nación actuará (…) Y nuestra seguridad requerirá que todos los americanos miren al frente con resolución y estén listos para la acción preventiva cuando sea necesario defender nuestra libertad y para defender nuestras vidas” (Office of Press Secretary, 2002, en Ahumada 2007).

La IRA responde perfectamente a este nuevo enfoque sobre la “agenda negativa”[3] y muy particularmente sobre la amenaza que representa el narcotráfico, en la medida que 1) se plantea la identificación y destrucción de las amenazas que afecten a la seguridad estadounidense; 2) se justifica una lógica de acción preventiva; 3) sobre la base de acuerdos y alianzas con otros Estados de la comunidad internacional; 4) donde la dimensión militar cobra una importancia netamente prioritaria.

Particularmente, y aunque la IRA cobra plena vigencia tras el 11-S, lo cierto es que esta iniciativa fue presentada por George W. Bush al Congreso en la primavera de 2001 bajo el propósito de extender la lucha antinarcóticos y antiterrorista a los países limítrofes con Colombia y bajo una lógica que convierte a la región andina en un escenario de atrayente presencia para Estados Unidos, tal y como sugiere Ahumada (2007). Ello, porque la región andina es el origen del 100% de la cocaína y del 60% de la heroína que entra en el país. Y además, no se puede obviar que, precisamente, de Colombia, Ecuador y Venezuela procede mucho más petróleo que, por ejemplo, del conjunto de países del Golfo Pérsico.

A tal efecto, en la concreción de la IRA la cuestión del petróleo no va a ser ni mucho menos baladí. Es decir, no será casualidad que uno de los ejes prioritarios del Plan Colombia durante la presidencia de George W. Bush sea el apoyo a la XVIII Brigada, encargada de proteger el oleoducto Caño Limón – Coveñas, con más de 4.000 soldados y con la adquisición de 12 helicópteros, para lo cual recibió dentro del Plan, de la nada desdeñable cifra de 98 millones de dólares en 2005.

Inicialmente, la IRA previó un total de 458 millones de dólares de los cuales 32 millones fueron para Perú, 110 millones para Bolivia, 20 millones para Ecuador y otros países recibieron 80 millones. A todos estos rubros, habría que añadir otros 53 millones para tareas de inteligencia en la región y 68 millones para el mejoramiento de radares del servicio de aduanas de Estados Unidos. Por último, para la adecuación de los conocidos como “puestos operativos avanzados” (FOL), se destinaron 61 millones para el aeropuerto Eloy Alfaro, de Manta, en Ecuador; 43.9 millones para el aeropuerto Reina Beatriz, de Aruba, y 1.1 millones para el aeropuerto internacional Hato, en Curazao, Brasil (Pizarro, 2004; Tokatlián, 2011).

A pesar de todo, bajo el gobierno de George W. Bush, el carácter prioritario de instrumentos de asistencia económica y militar se va a focalizar fuertemente en Colombia, llegando a convertirse en el tercer destinatario de ayuda de Estados Unidos tras Israel y Egipto.

Tanto es así que, solo en ayuda militar, el Plan Colombia va a recibir una ingente cantidad de recursos. 606 millones de dólares en el año 2003; 594 millones de dólares en 2004; 579 millones de dólares en 2005; 582 millones de dólares en 2006; 573 millones de dólares en 2007 y 422 millones en 2008. Dicho de otra manera, bajo el mandato de George W. Bush, que en todo momento va a coincidir con Álvaro Uribe en la presidencia colombiana, el país andino va a recibir un total de 3.356 millones de dólares (Otero, 2010).

Y ello, porque aunque el Plan Colombia quedase fijado para un plazo inicial de seis años, por la relevancia del conflicto armado colombiano en la configuración de la agenda exterior estadounidense, y habida cuenta de la posición prioritaria que el narcotráfico representaba para el hegemón norteamericano, se entiende que finalmente aconteciese una segunda fase de consolidación que transcurriría entre 2006 y 2013.

Es durante este proceso de transformación del Plan Colombia, que la asistencia en seguridad pasa a desarrollarse como cooperación en seguridad en tanto y en cuanto se erige como una nueva forma de defender los intereses de Estados Unidos, como reconoce Otero (2010: 91): “transfiriendo responsabilidades a los países socios que sirvan dos propósitos: a) permitir que el país socio apoye los intereses de Estados Unidos y b) disminuir la necesidad de desplegar fuerzas de Estados Unidos por algo que puede ser cumplido por el país socio”.

Es así que Colombia y Estados Unidos, en el marco del Plan Colombia, empiezan a poner en marcha, a diferencia de la etapa con Pastrana, siete elementos clave en cuanto a la participación dentro de la tesitura que plantea el conflicto armado: 1) ejercicios y operaciones combinadas; 2) educación militar en Estados Unidos; 3) entrenamientos combinados; 4) experimentación conjunta en inteligencia, comunicaciones, control y comando; 5) contactos de defensa y militares; 6) asistencia cívico-humanitaria; y, finalmente, 7) operaciones de mantenimiento de la paz.

Los primeros cambios en la correlación de fuerzas

Dado el cambio en la lógica de confrontación directa que tiene lugar bajo la administración Uribe, claramente espoleada por la referida asistencia estadounidense, es de entender el cambio que empieza a darse en la evolución del conflicto armado colombiano. Un cambio, que, por otro lado, va a responder a lógicas de acción y expansión muy concretas que van a determinar directamente la forma en que evoluciona la geografía del conflicto y la ubicación de los grupos armados al margen de la ley.

Hacia el año 2000, la distribución de las acciones armadas de las FARC y del ELN van a responder a una lógica centrípeta, especialmente por el propósito de la guerrilla de asfixiar económicamente los centros económicos del país, especialmente Bogotá y Medellín, pero también otros, como Cali o Barrancabermeja.

Es por ello, que las mayores dosis de violencia derivadas del conflicto se concentran en departamentos como Antioquia, Arauca, Cauca, Cesar, Cundinamarca, Huila, Meta, Norte de Santander, Santander y Tolima, a la vez que se producen incrementos sustanciales en otros departamentos como Nariño, Casanare o Putumayo (Echandía, 2006) que, en su mayor parte, son escenarios de retaguardia y/o de gran valor estratégico para el sostenimiento del conflicto y la obtención de fuentes económicas de poder.

Presencia de las FARC en Colombia en el año 2002. Fuente: Observatorio de Derechos Humanos y DIH de la Vicepresidencia de la República (2014)

El ingente poder territorial de las guerrillas, especialmente de las FARC, se va a producir durante la negociación del Caguán (1999-2002), que es cuando se va a consolidar la fase de expansión guerrillera, fruto de una correlación de fuerzas sin precedentes, favorable a la guerrilla, y que permite encontrar algunos elementos definitorios de lo que Pizarro (2011) y Pécaut (2008) denominan como “guerra de posiciones”. Incluso, tras una consolidación militar y territorial de la guerrilla, se lleva a cabo una ofensiva técnica que tiene como último objetivo aniquilar parcialmente o dispersar al ejército colombiano, combinando la insurrección urbana con la guerra, y siempre con miras, en último término, a la toma del poder público.

Dicho esto, las FARC van a disponer, cuando Álvaro Uribe inicia si mandato, de una consolidación territorial más que considerable a través de cerca de 70 frentes. En el centro y suroriente del país, con el Bloque Oriental (Caquetá, Guainía, Guaviare, Meta y Vaupés); y con los Bloques Central y Sur (Caldas, Cauca, Cundinamarca, Huila, Nariño, Putumayo, Quindío, Risaralda, Tolima y Valle). Igualmente, sobre las regiones de Antioquia y Chocó va a operar a través del Bloque Noroccidental; por medio del Bloque Magdalena Medio en la región del Magdalena Medio, y finalmente, en el nororiente del país (Arauca, Casanare, Cesar, La Guajira, Norte de Santander, Santander y Vichada) a través de los Bloques Norte, Magdalena Medio y Oriental.

En el caso del ELN, hacia 2002 el grupo guerrillero va a contar con 33 frentes, cada uno de unos 130 combatientes aproximadamente (Vélez, 2011), si bien con una ubicación geográfica claramente diferente a la de las FARC, al concentrarse en el norte y centro del país (Antioquia, Bolívar, Cesar, La Guajira, Magdalena, Santander, Norte de Santander, Sucre), y en menor medida, en los tres departamentos del eje cafetero, Risaralda, Quindío y Caldas y en el suroccidente colombiano (Cauca, Nariño y Valle).

Dada esta presencia de la guerrilla sobre gran parte del país, la PSD y el Plan Colombia se entiende que tengan como prioridades, por un lado, realizar combates directos en el grueso de departamentos que conforman la región central del país; y por otro, afectar algunos de los escenarios estratégicos que son caldo de cultivo de la financiación guerrillera.

Es como se explica, por ejemplo, el fortalecimiento de los municipios sobre los que transcurre el oleoducto Caño Limón-Coveñas, en Arauca, y clave para el ELN, o la actuación de fumigación aérea sobre los campos de cultivo de coca en Meta, Caquetá o Putumayo, en el sur del país, fundamentales en la economía de las FARC. En ambos casos, el Plan Colombia va a devenir como herramienta de acción de gran importancia.

Dentro de esta lógica centrífuga de ataque a la insurgencia y búsqueda de recuperar el control territorial, se parte del centro para extenderse paulatinamente hacia la periferia territorial, destacándose operaciones tan significativas como lo fue “Libertad I”, en la que participaron más de 15.000 efectivos dentro de un campo de acción de más de 70.000 km2, y que abarcó el oriente de Tolima, todo el departamento de Cundinamarca, el norte de Meta y el suroriente de Boyacá.

 

Presencia del ELN en Colombia en el año 2002. Fuente: Observatorio de Derechos Humanos y DIH de la Vicepresidencia de la República (2014)

Así, esta operación sin parangón debe entenderse como el primer punto de ruptura con la cartografía envolvente de las FARC y el ELN sobre el centro. Las victorias y las conquistas territoriales derivadas de la misma van a ser de gran valor estratégico para consolidar el control territorial creciente y sin retorno en beneficio del Estado, además de traer consigo la muerte de importantes líderes, especialmente de las FARC, como son los guerrilleros “Manguera”, “El Viejo” o “Marco Aurelio Buendía” (Pizarro, 2011).

En este mismo escenario se pueden destacar las importantes operaciones que tienen lugar por medio del uso de diferentes unidades conjuntas, como es el caso de las Fuerzas de Tarea Omega, dirigidas a mermar los Bloques Sur y Oriental en la retaguardia estratégica de las FARC, y concretamente en la región suroriente del país, sobre los departamentos de Caquetá, Guaviare, Meta y Putumayo.

Algo similar va a suceder con el ELN, al cual se le va a golpear con fuerza, especialmente durante los cuatro primeros años de mandato de Álvaro Uribe, en zonas de tradicional apego y presencia guerrillera. Es por ello que entre 2003 y 2006 se van a reducir sustancialmente las acciones unilaterales de esta guerrilla a la vez que se incrementan notablemente los combates con el Ejército. Tanto es así que por 1.484 combates por iniciativa de la fuerza pública, acontecen tan solo 258 acciones unilaterales pero que, en uno u otro caso, se terminan por concentrar, fundamentalmente en Arauca, Norte de Santander y el oriente y el nororiente antioqueño (Observatorio de Derechos Humanos de la Vicepresidencia de la República, 2014).

Paralelamente a esta mayor y mejor fuerza de combate de la Policía y el Ejército colombiano, acontecen importantes golpes estratégicos sobre los altos mandos de las FARC y del ELN. En primer lugar, como las tres acciones más significativas al respecto, deben mencionarse la “Operación Fénix” (2008), la “Operación Sodoma” (2010) y la “Operación Odiseo” (2011) – ya bajo el gobierno de Juan Manuel Santos (2010-2014). Las tres supusieron la muerte de tres de los miembros históricos más relevantes de la guerrilla y, todos ellos, componentes de su Secretariado: “Raúl Reyes”, “Mono Jojoy” y “Alfonso Cano”.

Del mismo modo, no pueden obviarse otras bajas, también significativas, como la captura de “Simón Trinidad” en Quito, en 2004, por parte de los servicios secretos colombianos; o las muertes, en 2007, de “Negro Acacio”, miembro del Secretariado y clave en la economía de la droga en Guaviare y Vaupés; de Martín Caballero, jefe del Frente 37 de Sur de Bolívar; y, en 2008, de “Iván Ríos”, jefe del Bloque Central de las FARC.

Igual sucedió con el ELN, notablemente diezmado, y que en el transcurso de esta década experimenta una reducción de su fuerza de combate del 50%. Por ejemplo, entre 2009 y 2010 va a sufrir la pérdida de tres de los líderes más importantes del Frente Bolcheviques de Líbano, como son “Mauricio”, “Duván” y “Laín”, y lo cual va a conducir a la desarticulación del grupo más activo del ELN sobre el departamento de Tolima.

La adición del factor paramilitar

Como puede darse cuenta, la PSD y el Plan Colombia van a suponer un instrumento de gran valor en las rupturas sobre la cartografía envolvente del conflicto y el vasto control territorial sobre escenarios anteriormente controlados por la guerrilla.

Empero, hasta el momento, no se puede perder la importancia de una tercera variable, de gran trascendencia y que debe ser incorporada para la plena comprensión de esta tendencia de repliegue insurgente en estos años, tal y como es la consolidación de la estructura paramilitar.

En un Estado como el colombiano, con un fuerte déficit de seguridad, el paramilitarismo había emergido con fuerza, décadas atrás, como un instrumento con el que combatir la guerrilla, primero, en beneficio de ganaderos, terratenientes y empresarios presionados por la guerrilla a modo de extorsión (“vacunas”) y secuestro; y después, como una forma óptima desde la que suplantar a la misma para acceder a sus fuentes de poder económico más relevantes, especialmente, el narcotráfico.

En 1997 tiene lugar la articulación de las AUC, ni mucho menos, nada comparable a la estructura jerárquica y organizada de la guerrilla, y que es la máxima expresión visible de lo que es el poder paramilitar. Las AUC, legitimadas como una forma de combatir la guerrilla en escenarios donde la presencia del Estado había adolecido de importantes carencias durante décadas, acabó favoreciendo la consolidación de un tercer actor que quiere ser parte del “negocio” que representa el conflicto armado colombiano.

Escenarios del norte del país, con tradicional presencial guerrillera como son la región oriental antioqueña de Urabá, las regiones del Magdalena Medio y los Montes de María así como los departamentos de Arauca, Chocó, Norte de Santander y Santander; y los departamentos del sur como Caquetá, Guaviare, Meta, Nariño y Putumayo, corredores estratégicos de la retaguardia insurgente, a partir de 1998, se van a erigir como enclaves sobre los que el paramilitarismo se va a expandir, en muchos casos, con relativa facilidad y rapidez; y en otros, dando lugar a una nueva vuelta de tuerca en la violencia y la confrontación armada que se dirige, especialmente, hacia la población civil.

No casualmente, todos los emplazamientos sobre los que el paramilitarismo va a consolidarse militar y territorialmente con especial virulencia, principalmente entre 1998 y 2006, son lugares de cultivo de coca, o corredores estratégicos para dar salida a los mismos y servir de fuentes de poder económico para la guerrilla.

El paramilitarismo, por tanto, va a coadyuvar la tendencia de repliegue de FARC y de ELN, lo que va a permitir, después, la puesta en marcha de políticas de consolidación territorial por parte de la fuerza pública colombiana, dentro de una connivencia de intereses que va a terminar por repercutir negativamente al gobierno de Álvaro Uribe. Ello va a ser especialmente visible en los departamentos de la costa Atlántica y en parte de los departamentos de Antioquia y Chocó, en los que, tal y como ha evidenciado en su archivo el Centro Nacional de Memoria Histórica[4], los excesos en la lucha contra la guerrilla terminaron en muchas ocasiones incluyendo acciones como, operativos conjuntos del Ejército colombiano con el paramilitarismo; la integración de la población civil en muchas de las acciones de contrainsurgencia destinadas a debilitar los apoyos de la guerrilla y, en último término, la emergencia del escándalo conocido como la “parapolítica”, a tenor de la convergencia de intereses políticos entre el paramilitarismo y parte del poder político local y regional[5].

Las AUC van a llevar a cabo su acción destinada al repliegue guerrillero, en la mayoría de las ocasiones, con salvedades como la del Bloque “Héroes de Montes de María”, no por medio de confrontaciones directas con las FARC o el ELN, sino a través de infundir el terror en la población civil y en las comunidades de apoyo local en disposición de la guerrilla, lo cual termina convirtiéndose en una “guerra contra la sociedad”. Es por ello que, como será constante a lo largo de la década, incluso desmovilizadas las AUC, el mayor número de masacres, causas de desplazamiento forzado o despojos de tierra van a ser responsabilidad directa de estos grupos paramilitares.

Presencia de las AUC en Colombia en el año 2002. Fuente: Observatorio de Derechos Humanos y DIH de la Vicepresidencia de la República (2014).

Es por todo que esta variable paramilitar debe entenderse como fundamental, y por ello no puede perderse de vista en la comprensión de los hechos que invitan a entender el repliegue de las FARC y el ELN y la transformación cartográfica del conflicto que, de por sí, generan PSD y Plan Colombia. Así, por ejemplo, el paramilitarismo va a ser la razón del repliegue guerrillero del ELN en Barrancabermeja, en el sur de Bolívar, en la región del Catatumbo o en La Gabarra además de ser la razón de la desaparición del histórico bloque del oriente antioqueño “Carlos Alirio Buitrago”. Para el caso de las FARC, la incursión paramilitar va a ser más que relevante, por ejemplo, en el Magdalena Medio y en el oriente antioqueño, hasta el punto que las FARC son relegadas, incluso, también, de algunos de sus tradicionales bastiones de control territorial como la región bananera de Urabá, o de ciertos escenarios tradicionales en Guaviare o Meta.

Conclusiones. Mirando al actual proceso de paz

No cabe duda de que la PSD puesta en marcha con Álvaro Uribe y el Plan Colombia han tenido un gran impacto a la hora de comprender un repliegue territorial de las FARC y del ELN que, dadas las circunstancias, se ha traducido en una profunda “desterritorialización” y una paulatina pérdida de escenarios tradicionales de control territorial. De hecho, las guerrillas, tras la presidencia de Uribe, pasaron de controlar casi dos terceras partes del país, a una presencia por debajo de la tercera parte del total de algo más de 1.100 municipios que conforman el país. Asimismo, su fuerza de combate se redujo a la mitad.

A tal efecto, como se ha podido dar cuenta, en algunos de los escenarios más relevantes del conflicto armado, el paramilitarismo y la función de las AUC en la lucha contra la guerrilla han sido tan trascendentales en los cambios cartográficos del conflicto, como lo han sido los referidos Plan Colombia y PSD. Sobre todo, por las connivencias y la imbricación de un interés compartido por el que el paramilitarismo alcanzó escenarios de disputa y prácticas de confrontación a las que el Estado no podía llegar.

Sin embargo, pese a todo, Colombia sigue desatendiendo la dimensión estructural de la violencia, esto es, de superación y mitigación de los condicionantes que han sido claves para albergar la violencia en Colombia y que explican, en parte, la dinámica cartográfica del conflicto armado. Mientras persiste una profunda re-centralización el país y la marginalidad, la inequidad o el abandono que sufren muchas regiones del país se mantienen en niveles ingentes, se hace difícil pensar en Colombia como un país en aras de conseguir la paz.

Tanto es así, que el actual proceso de paz que adelanta la administración Santos, lo hace obviando la necesidad desatendida de una transformación política, social y económica de base estructural. Ello, de manera tal que, de prosperar la negociación, muy posiblemente se termine por no afectar a los enclaves más azotados por el narcotráfico y el crimen organizado.

Dicho de otro modo, parece muy posible que tras un hipotético exitoso proceso de paz, tenga lugar una lógica de la emulación dentro de las guerrillas similar a la acontecida tras la desmovilización de las AUC. Esto es, cuando una vez desmovilizadas, se mantuvieron sus estructuras conformadas, sobre todo, con antiguos mandos medios del paramilitarismo que dieron continuidad territorial a las acciones del paramilitarismo sobre aquellos emplazamientos más próximos al cultivo de coca y al control de los corredores estratégicos desde los que dar salida a la misma.

Así, la negociación actual, la cual en buena medida se entiende por el éxito militar de la política de seguridad de Álvaro Uribe, puede interpretarse más bien como una oportunidad para una desmovilización importante pero parcial de las FARC y del ELN. Parcial porque ni con Uribe, ni como ahora con Santos, han cesado las prácticas violentas y corrosivas contra la sociedad que, en todo caso, requieren, para su transformación en territorios de postconflicto armado, de una superación de condicionantes estructurales que quedan lejos de estar resueltos y sobre las que tanto PSD, como Plan Colombia y su continuidad, nunca han conferido la importancia nuclear que tales factores tienen como condición necesaria, que no suficiente, para construir la paz en Colombia.

 

* Jerónimo Ríos Sierra es Profesor Titular en la Facultad de Gobierno y Relaciones Internacionales además de Director del Máster en Gobernabilidad y Democracia de la Universidad Santo Tomás (Colombia) y Profesor Asociado en la Facultad de Relaciones Internacionales en la Universidad Jorge Tadeo Lozano (Colombia). Actualmente se encuentra finalizando su tesis doctoral en la Universidad Complutense de Madrid sobre las cartografías y enclaves del conflicto armado colombiano entre 1998 y 2012. E-mail: jeronimo_rios@hotmail.com

 

 


 

[2] Véase el escándalo de los falsos positivos que representará miles de ejecuciones extrajudiciales sobre civiles realizadas por miembros del ejército que posteriormente son presentados a la sociedad como guerrilleros abatidos con el propósito de engrosar las cifras del conflicto y legitimar el gasto en seguridad y defensa

[3] Por agenda negativa se entienden aquellas problemáticas frente a las que el Estado-nación aparece como un actor incapaz de resolver satisfactoriamente su gestión. Por ejemplo, cuestiones tales como empobrecimiento paulatino de la sociedad civil, crimen organizado, terrorismo internacional, presiones migratorias o problemas medioambientales. Existe una más que prolífica literatura relacionada con la “agenda negativa”. Sirvan algunas obras de referencia: Barbé, E. (2007). Relaciones Internacionales. Madrid, España: Tecnos. p.160; Beck, U. (2003) “Las instituciones de gobernanza global en la sociedad mundial del riesgo” En Castell, M. y Serra, N. (eds.) Guerra y Paz en el SXXI. Barcelona, Colombia: Tusquets. p.53; Bouza Brey, L. (2006) “El sistema político”. En Caminal Badia, M. (comp.) Manual de Ciencia política. Madrid, España: Tecnos. p.68.

[4] El Centro Nacional de Memoria Histórica es quizá el gran referente histórico en el estudio del conflicto armado colombiano. De hecho, además de disponer un importante archivo de actores, acciones, víctimas y dinámicas del conflicto armado interno colombiano, es creador de uno de los informes más completos, como es, publicado en el año 2013, ¡Basta Ya! Colombia: Memorias de guerra y dignidad.  http://www.centrodememoriahistorica.gov.co/micrositios/informeGeneral/

[5] La “parapolítica” resultó ser un escándalo que saltó a la luz en 2006, presentando la existencia de importantes vínculos entre grupos armados, especialmente narcotraficantes y paramilitares, con partidos políticos y grupos empresariales, y cuya confluencia de intereses ha terminado por trascender de la esfera local al ámbito departamental y a instituciones nucleares del Estado como el Congreso o el Senado.


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