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Jueves, 28 de marzo de 2024 Iniciar Sesión Suscríbase

Los primeros submarinos españoles: desde los primeros intentos hasta la Guerra Civil

Muchas veces se habla que el submarino es un invento español, lo cual es una verdad a medias. Narciso Monturiol, Cosme García y, sobre todo, Isaac Peral idearon “unos” submarinos. De todos los artefactos que estos eminentes  exploradores del conocimiento diseñaron construyeron y probaron  desde el punto de vista militar, no hay duda que el más  genial fue el tercero de ellos. Su buque incorporaba ideas que luego serían comunes, como propulsión eléctrica y, especialmente, la presencia de un ingenio reciente, el torpedo automóvil ubicado en un tubo de lanzar.

Siguiendo un orden  más o menos cronológico, el primero  fue el riojano Cosme García. Nació el 27 de septiembre de 1818, en Logroño, hijo de Andrés García y de Andrea Saénz. Concibió la primera idea de un buque sumergible al viajar a Barcelona con motivo de mostrar el manejo y conservación de su máquina de correos. La Prensa en esos días se hacía eco de los últimos experimentos de Bauer en Rusia, así como de los proyectos y pruebas de campanas de buceo. El inventor se planteó la manera más racional posible: construir primero un pequeño prototipo que sirviera como banco de pruebas y experiencias, de las que saldrían las enseñanzas para el verdadero intento. Para realizar su prototipo, Cosme García acudió a la compañía Maquinista Terrestre y Marítima de la Ciudad Condal, fundada hacía poco tiempo y una de las pioneras de construcciones metálicas en España.

Foto: Réplica del submarino “Ictineo II” en Barcelona.

Lo sorprendente es que el inventor se decidiera por un casco de hierro, cuando todavía eran muchos los que dudaban que con tal material flotaran los buques. Tenía, visto de lado, forma de tonel apuntado truncado hacia la proa y la popa y medía 3 m. de eslora, 1,5 de manga y casi 1,6 de alto. Constaba de una compuerta de entrada y escotillas en la proa y la popa. La inmersión se producía por la inundación de cuatro depósitos situados, dos a cada lado de la parte central y más ancha del casco. Con bombas se achicaba para tornar nuevamente a la superficie. Contaba además con otras cuatro aberturas en el casco en las que se instalaba la propulsión, con cuatro remos articulados accionados desde el interior. Fue probado en Barcelona sin buenos resultados.

Foto: Perfil del ICTÍNEO II. Observa su perfil fusiforme más cercano a los actuales de casco de gota. Todo un logro de la hidrodinámica.

El segundo prototipo, también fabricado por la Maquinista, fue probado en Alicante, lo mismo que haría Monturiol dos años después con el Ictineo. Las primeras pruebas se hicieron en el verano de 1859, participando en la inmersión sus hijos, pero las expediciones bélicas de O’Donnell, retrasaron los ensayos definitivos. De todos modos, patentó el aparato-buzo el 8 de mayo de 1860 en Madrid y el 25 de abril de 1861 en Francia. Sus dimensiones eran de 5,75 m. de eslora, 2,25 de alto y 1,75 de manga. El casco era de chapa de hierro y tenía una escotilla de entrada en la parte superior, que se cerraba herméticamente desde el interior y en los costados había dos remos para girar el barco. Cerca de la proa había otros dos para sostener el barco y hacer que descendiera o se elevara. Una hélice en la popa le impulsaba y en los lados y en otras partes del caso ofrecía ojos  de buey  para ver el exterior. El control de flotabilidad se lograba mediante dos depósitos situados en la parte central, debajo  de  la zona de tripulación. Las pruebas definitivas, exigidas por la Ley de Privilegios (patentes), se realizaron de nuevo en Alicante, el 4 de agosto de 1860, y fueron certificadas notarialmente. La escasa atención de las autoridades hizo que fuera hundido por el  hijo del inventor en donde se había probado.

Narciso Monturiol

Narciso Monturiol nació en Figueres en 1819. Desde muy joven, le obsesionó la idea de crear una nueva nave que pudiera imitar los peces, para liberar a los buceadores del duro trabajo para extraer coral de los fondos marinos. En 1858, después de varios años de estudio, anuncia su proyecto mediante la publicación de una memoria científica que tituló El Ictineo o Barco Pez. Con la ayuda de numerosos amigos se puso la quilla en Barcelona y lo botó el 28 de junio de 1859. Estaba construido en torno a cuadernas de madera de olivo, con casquetes de bronce. También el forro era de madera, desplazaba unas 8 ton.  con una eslora de 7 m., una manga de 2,5 y un volumen interno de 7 m3. Para  su inmersión  disponía de cuatro tanques, dos a cada banda y, como medida de seguridad, contaba con lastres sólidos que podían desprenderse en caso de accidente. Se impulsaba por medio de una hélice a popa, accionada a brazo mediante manubrios por cuatro hombres. Además contaba con dos hélices verticales que le permitían el control en este sentido y que podían desengranarse y alojarse entre los entrebaos, para no enredarse con algas, anclas u otros obstáculos marinos.

En septiembre del mismo año permaneció sumergido 2 horas y 20 minutos. Hasta 1862 realizó más de medio centenar inmersiones en aguas de Barcelona y cuatro en Alicante. Las pruebas llevadas a cabo en este último lugar, el 7 de mayo de 1861, fueron un éxito, y presenciadas por los ministros de Marina y Fomento. En 1862 publicó una memoria titulada A propósito de la construcción de un Ictineo de guerra. El encargo oficial de la Marina no llegó nunca y, debido a la falta de dinero, creó la sociedad La Navegación Submarina, consiguiendo financiación, y el 2 de octubre de 1864 el Ictineo II fue lanzado al agua. El 22 de octubre de 1867 realiza su primera salida a vapor, pero el desaliento y la indiferencia de la gente le obliga a suspender los trabajos, culminando con la quiebra de la empresa y el embargo del sumergible, que se malvendió como chatarra. En principio estaba propulsado por una hélice movida a manubrio por 16 hombres, pero, ante la  poca practicidad del sistema, se le cambió por una máquina de vapor construida por el ingeniero industrial Pascual Deop, que más adelante sería yerno del inventor. Detalle curioso es que toda la maquinaria debió calcularse para su fabricación en piezas que  pasaran por la escotilla del buque, de 58 cm. de diámetro. Para suministrar oxígeno a la caldera se utilizaban unos cartuchos de peróxido de manganeso, cinc  y clorato de potasio, que, además, proporcionaban calor para la vaporización. Incluso le acopló un cañón de 10 cm. que podía cargarse y disparase con el submarino sumergido y que le costo al inventor una multa de 25 pesetas de entonces, por dispararlo sin autorización en el puerto de Barcelona.

El Ictíneo I era una pequeña nave de forma  aplanada longitudinalmente y propulsada por la fuerza muscular de su tripulación. El barco no contaba con reserva de oxígeno, por lo que sus inmersiones debían ser necesariamente muy cortas. Estaba construido en madera con partes de hierro e incorporaba soluciones muy novedosas. El casco, imitación de un pez, tenía unas líneas semejantes a los modernos submarinos. Además, como ya se ha dicho, introducía un sistema de soplado de tanques y de regeneración del aire. Sus características técnicas se resumen en desplazamiento de 65 ton.; eslora, 17 m.; manga, 3 m.; puntal, 3,5 m.; cota máxima de 50 m.; autonomía de 7,5 horas; y velocidad de 1,5 nudos, con tripulación de 20 hombres.Realizó inmersiones de hasta 8 horas. Bajó a 18 metros (en 31 minutos). En las pruebas alcanzó la profundidad de 30 m. En el verano de 1885, Monturiol, enfermo y amargado, se trasladó a la casa que, en Sant Martí de Provençals, cerca de Barcelona, poseía su yerno y en ella murió el 6 de septiembre del mismo año. Los restos descansan, desde 1972, en su ciudad natal de Figueres.

Isaac Peral

El más joven de los tres, Isaac Peral y Caballero había nacido 1 de junio de 1851 en el Callejón de Zorrilla, en Cartagena. En 1858 pasó a vivir a San Fernando, donde fue destinado su padre, capitán de Infantería de Marina, y de donde partió en 1860 para Cuba, muriendo allá en la guerra chiquita. Su madre solicitó para Isaac la Gracia Real de ingreso en el Colegio Naval, siéndole concedido el uso de uniforme desde 1861, aún cuando no ingresó hasta el 1 de junio de 1865, a la edad mínima reglamentaria. Fue nombrado guardia marina de segunda en diciembre de 1866, realizando un primer viaje a Filipinas. El 21 de julio de 1780 asciende a teniente de navío de segunda clase y, al año siguiente, es destinado nuevamente a Fili­pinas. De regreso a la Península, embarcó en las fragatas Victoria y Numan­cia, a bordo de la cual iría más tarde a Italia, para la venida de Amadeo I. Ascendió a alférez de navío en 1872, siendo destinado a Cuba, donde tomó parte en numerosos combates, ganando distintas condecoraciones.

A su vuelta, en 1882, fue nombrado profesor de física matemática en la Escuela de Ampliación de Estudios de la Armada. Durante esta época es cuando Peral comienza sus investigaciones sobre la navegación submarina. En 1885 puso en conocimiento de la Marina su proyecto. Con el estallido del conflicto de las Carolinas hace públicos sus trabajos, los cuales despiertan gran interés. El ministro de Marina, almirante Manuel de la Pezuela y Lobo, interesado en el proyecto, concedió a Peral un crédito de 5.000 pesetas para completarlo. Una vez concluido, fue presentado a diversos Organis­mos de la Armada, autorizándose un nuevo préstamo de 25.000 pesetas para cubrir los gastos de investigación. El 20 de abril de 1887 se aprueba la construcción de buque. El 23 de octubre de 1887 se inician los trabajos del submarino de Peral en el Arsenal de la Carraca (Cádiz). Durante este tiempo, afloran las envidias e imprudencias que provocan desde el robo de los planos por parte de espías extranjeros, hasta distintas acciones de sabotaje. Estas insidias le acompañarán hasta su muerte... Se botó el 8 de septiembre de 1888 y consistía en una nave de ensayo de 22 m. de eslora, que pesaba 79 ton. en desplazamiento en superficie y 87 sumergido. El casco, cuadernas y mamparas eran de acero e iba armado con dos torpedos. Se sumergía mediante unos acumuladores eléctricos que suministraban corriente a unas dinamos. Estas, a su vez, por rotación, hacían girar dos hélices dispuestas en el eje vertical del submarino, que iban hundiendo la nave hasta que su resistencia era inferior a la presión del agua.

Foto: Monumento del “Peral” en Cartagena.

El 13 de marzo  de 1890 se crea una Junta Técnica de evaluación que remite un protocolo de pruebas más completo. Una de éstas consistió en el simulacro de ataque al crucero Cristóbal Colón, de 1.150 ton., que se realizó el 7 de junio de 1890. Durante una de las inmersiones se produjo una avería en una de las válvulas y el submarino comenzó a inundarse. Al emerger se comprobó que había sido saboteada por uno de los tripulantes, se repara y continúa el ensayo (llevando a bordo al saboteador, ya descubierto). La torreta óptica del submarino fue avistada a menos de 1.000 m. de distancia por el crucero, dándose la maniobra por fracasada. Este hecho levantó las protestas de Isaac Peral, al considerar que los 200 invitados a bordo del crucero estaban advertidos de la acción que iban a presenciar, anulando el efecto sorpresa que existiría en una situación real de combate. Sin embargo, la prensa celebró el evento, alabando a él y a su invento. El informe final de la Junta Técnica resaltó estos hechos y determinados fallos constructivos del buque, impidiéndole rebatir o reparar estas deficiencias, excusándose en la falta de conocimientos técnicos de éste al no poseer la titulación de ingeniero naval.

El 10 de octubre de 1890 se publicó una Real Orden que recogía las conclusiones de la Junta Técnica, aunque también abría las puertas a la construcción de un nuevo submarino bajo la dirección de Peral, pero con la intervención de otros departamentos y autoridades. Este comunicó al ministro los planes de construcción del nuevo buque, un submarino de 120 ton. y 30 m. de eslora, que debería ser dirigida por él mismo, teniendo bajo su responsabilidad la selección del equipo humano y los astilleros donde habría de producirse. La respuesta, negativa, llegó el 31 de octubre ordenando, además, a Peral a entregar el submarino en el Arsenal de La Carraca. El 11 de noviembre de 1890 se promulgaba el Decreto por el que se daban fin a los proyectos de navegación submarina.

En esas fechas, Peral se traslada a Madrid para ser operado de cáncer, obteniendo la licencia de la Armada el 5 de noviembre de 1891. Retirado de esa institución, hace un intento de atraer nuevamente el interés público sobre el submarino sin que encuentre repercusión. Aunque las pruebas definitivas tuvieron gran éxito, el Consejo Superior de la Marina no autorizó la construcción de nuevos submarinos. Además, fue un excelente ingeniero eléctrico, que concibió numerosos proyectos e inventos: el acumulador eléctrico, un varadero de torpederos (premiado con medalla de oro en la Exposición Universal de Barcelona de 1888), un proyector luminoso y una ametralladora eléctrica. Fue un experto geógrafo y escribió dos libros sobre astronomía. Fundó diversas empresas industriales, una de ellas en Madrid, dedicada a la fabricación de acumuladores eléctricos, y montó las 22 primeras centrales de alumbrado de España.

Foto: Submarino “Isaac Peral”, construido en EEUU en 1917.

Después de una temporada trabajando para una empresa privada, funda una propia: el Centro Industrial y de Consultas Electro-Técnicas Isaac Peral, patentando numerosos inventos, algunos de los cuales siguen vigentes en la actualidad. El 4 de mayo de 1895, se traslada a Berlín para ser operado nuevamente de cáncer, pero un descuido en las curas le produjo una meningitis y falleció el 22 de mayo. El casco del Peral permaneció arrumbado en el Arsenal de la Carraca, vacío de dispositivos, hasta 1914, que, por iniciativa del comandante Mateo García de los Reyes, jefe del Arma Submarina, es trasladado a la Base de Subma­rinos de Cartagena, remolcado por el Cíclope. En 1965, el Ayuntamiento de esa localidad murciana lo reclama para que sea expuesto a la vista de todos los cartageneros y las personas que visiten la ciudad.

Además de estos tres  inventores  es de justicia citar a los Artilleros Bonet y Cavanilles, que, en 1885, elevaron una memoria al Gobierno ofreciéndole el proyecto de un torpedero submarino, incluido un informe técnico y planos de construcción. Otro personaje interesante fue el catalán Cuervo, quien perdió la vida al sumergirse en una esfera de madera en aguas del puerto de Barcelona, allá por 1831. En resumen, en este campo, como en tantos más, el ingenio de nuestros compatriotas, tan vivo como el que más, chocó con una serie de  inercias, dificultades, incomprensión y, sobre todo, falta de fondos económicos y de ganas de hacer. Ya se sabe: que inventen ellos, frase desafortunada de uno de los talentos intelectuales más interesantes del siglo XX, Miguel de Unamuno. España podría haber contado con un nuevo arma y quién sabe cuál habría sido el resultado de las desastrosas campañas ultramarinas si unos cuantos torpederos submarinos hubieran sorprendido a la poderosa flota estadounidense en sus propias aguas.

Serie A

Más de un cuarto de siglo hubo de pasar hasta que la Armada dispusiera de un  buque submarino, de construcción norteamericana. Con su nombre, Isaac Peral, al menos la obra del marino cartagenero recibía el homenaje, como suele ocurrir en nuestros pagos después que en vida se le amargara todo lo posible (reacuérdese el incidente de la válvula saboteada). La historia del arribo es algo insólita, pues el barco realizó, a partir del 18 de agosto de 1916, una larga serie de pruebas de mar, comandado por Fernando Carranza Reguera. Por esta fecha era inminente la entrada en la guerra de los Estados Unidos y más que probable que el navío sería incautado por ellos, por lo que el comandante tomó una decisión radical: poner quilla en polvorosa y escaparse. El problema era serio, porque la singladura  implicaba 4.000 millas y el navío no estaba alistado, pero,  tras una serie de vicisitudes, el 12 de  marzo de 1917 llegaba a Canarias convoyado por el Claudio López y recibido en olor de multitudes. No era para menos.

Foto: Revista naval ante el rey Alfonso XIII de los submarinos A-1, A-2 y los destructores “Proserpina” y “Bustamante”, en agosto de 1919.

El primer Isaac Peral era un submarino tipo Holland, botado en el 16 de julio de 1916 en los astilleros de Quince (Massachussets). A este navío le siguieron unos meses más tarde otros tres de parecidas características, de origen italiano, pertenecientes a la clase Laurenti, una serie de 24 unidades botadas entre 1915 y1917. Eran los llamados tipo A y se habían construido en La Spezzia. La flotilla salió de Génova el 2 de septiembre de 1917 y el 5 fondearon frente a Tarragona, para desde allí dirigirse Carta­gena. El A-1 recibió el nombre de Monturiol y el A-2, como correspondía, Cosme García, quedando el A-3 con  indicativo alfanumérico como única designación. Los cuatro se reagruparon en una flotilla dividida en dos escuadrillas y se pintaron de blanco, con  los colores nacionales en las torretas, como indicativo de neutralidad.

Foto: Submarinos Clase A.

Estos barcos cumplieron sus misiones de instrucción y también otras muy alejadas de aquellas para las que se suponía se habían diseñado. Así, por ejemplo, el Peral el A-3 y el B-1, recién entregado, acometieron tareas de avituallamiento y evacuación de no combatientes y heridos de los peñones de Alhucemas y Vélez de la Gomera, fuertemente hostigados por los moros rebeldes desde la cercana costa rifeña, aproximándose por el lado opuesto y atracando en calas o embarcaderos improvisados. Coman­daba la flotilla uno de los pioneros del submarinismo español, el entonces capitán de fragata Mateo García de los Reyes, que años más tarde, ya almirante, sería asesinado, junto con tantos submarinistas y oficiales del cuerpo general, por los milicianos de la República(1). Los pequeños sumergibles pronto quedaron anticuados, aunque el A-1 y el A-2 llegaron a prestar servicio hasta 1932. Como complemento a la flotilla se adquirió un extraño buque, el Canguro, clasificado como de salvamento de submarinos. Tenía dos cascos unidos por un complejo pórtico, dotado de maquinaria para pescarlos y extraer unidades de hasta 650 ton., desde una profundidad máxima de 30 m. Una vez recuperado, se depositaba sobre unos calzos. En aquellos tiempos este tipo de buques era casi imprescindible.

El barco en cuestión había sido construido por Werf Conrad en Haarlem (Holanda) en 1917, con un desplazamiento de 2.350 ton., 84 m. de eslora, 20 de manga y 4 de puntal. Lo impulsaban dos máquinas alternativas, que le daban una velocidad máxima de 9 nudos. Sus carboneras permitían una autonomía de 1.600 millas. Como detalle, su coste fue de dos millones de pesetas. Cuando era ya inútil se desguazó y sus máquinas se montaron en los  guardacostas Pegaso y Proción.

Series B y C

Esta primera escuadrilla de submarinos estaba formada por unidades muy limitadas, pero el programa naval de 1915 disponía la construcción de dos series de seis submarinos bastante más capaces. Todos se derivaban de la popular clase Holland, a la cual, como dijimos, pertenecía el primer A y se construyeron bajo licencia de Holland Boat. La primera de estas series se designó como  B, recibiendo los barcos la denominación de B-1 a B-6, mientras que la segunda se conoció como tipo C (Holland 105F). No recibieron nombre, excepto el C-1, que recuperó el de Isaac Peral, cuando el primer A pasó a segunda situación, en 1930.

Foto: El B-1, primer submarino de construcción nacional de los previstos en la Ley Miranda en 1925.

De los tres primeros, dos  se pusieron a flote el 2 de junio y 9 de octubre de 1921 y el B-3 el 17 de marzo de 1922, para entregarse a la Armada en los años 1921, 1923 y 1924. Se trataba de un desarrollo del Isaac Peral. La otra serie mayor se denominó clase C y se fueron entregando por parejas entre los 1926 y 1929. Hubo un momento, al final de la década de los veinte, con su entrada en servicio, en que la Armada llegó a tener una flota de 16 submarinos, cifra nunca más alcanzada. Cumplieron  decorosamente su papel, inclusive constituyeron los cimientos de una excelente escuela de submarinistas. En 1927, el B-6, en aguas de Cartagena, permaneció en inmersión setenta y dos horas seguidas, sin que ni el buque ni la dotación experimentaran especial fatiga. El C-3 sirvió para que se probara, en julio de 1930, una especie de ascensor subacuático, un tonelete o boyarín inventado por Arturo Génova, que permitía salvamentos individuales del barco en inmersión. Constituyó un total éxito. Los submarinos estaban basados principalmente en Carta­gena, existiendo además otra en Mahón, a finales de los años veinte, con dos C; y Ferrol, con cuatro B.

Foto: Submarinos Tipo C en construcción en la factoría Bazán.

La flota de de la clase C podría haber aumentado, ya que, el 9 de julio de 1926, el rey Alfonso XIII firmó en la embajada de España en Londres un Real Decreto-Ley que autorizaba la construcción de 12 submarinos de este tipo para la Armada. Así, el número alcanzaría la cifra de 18 unidades, puesto que 6 ya se estaban construyendo en Cartagena (Plan 1922). Sin embargo, las eternas dificultades económicas y, posiblemente, presiones extranjeras, dieron al traste con el proyecto, que pese a no tratarse de unidades de últimisima línea, si hubiesen significado una homogénea y numerosa flota submarina, lo cual, unido a los destructores tipo Churruca y los cruceros Cervera y Baleares, hubiesen significado una muy moderna Armada, pese a no contar con  acorazados, en aquel momento considerados como los capital ship por excelencia, dignos de tal nombre. Los España estaban ya obsoletos.

Horacio Echevarrieta

Como ya se ha dicho antes, la Armada española del primer tercio de siglo XX se nutrió fundamentalmente de proyectos ingleses. No en balde el astillero nacional por excelencia, la Sociedad Española de Cons­trucción Naval, estaba ampliamente participada por capital británico. Así fueron de su diseño los acorazados España, los cruceros Almirante Cervera y Baleares y los destructores Churruca. También el equipamiento, artillería y sus complementos eran de fabricación o patente británica.

Sin embargo, hubo un curioso personaje, Horacio Echevarrieta (1870-1963), cuya vida es digna de una novela. Alguien le llamó el capitalista republicano, pese a su amistad personal con Alfonso XIII. Irrumpió en ese mundo cuando adquirió, entre abril y mayo de 1917, la Constructora Naval Gadi­tana, astillero fundado en 1888 por un grupo de 24 comerciantes de la Tacita de Plata como Factoría Naval Gaditana. Esta empresa fracasó y se disolvió, pero tres de los fundadores, los hermanos Alejandro, Juan y Miguel Vea-Murguía, decidieron seguir adelante con el proyecto, en la esperanza volver a obtener pedidos del Estado, fundando la sociedad Vea-Murguía Hermanos, con un capital social de 5 millones de pesetas, asentando sus gradas en terrenos de la Diputación de Cádiz. Con el fin de construir dos cruceros recientemente encargados, se unió Ignacio Noriega y allí salieron los Carlos V y Extremadura y otras unidades menores, así como dos buques de pasaje, el San Fernando y el Cádiz. Varias vicisitudes, que sería largo relatar, y la incapacidad de la empresa de conseguir pedidos civiles o militares suficientes, unido al práctico monopolio de la SECN para producir buques para la Armada, le llevaron a la quiebra, que se declaró en 1910. La situación coyuntural favorable a la producción naval en España, como consecuencia indirecta de la I Guerra Mundial, hicieron que Echevarrieta ofreciera 1.310.000 pesetas al contado por los Astilleros de Cádiz, cantidad que se aceptó de inmediato por los acreedores de la firma, que pasó a integrarse en la comunidad de bienes de Larrinaga y Echevarrieta.

La situación de la construcción naval en nuestro país por aquellas fechas estaba dominada por tres grandes empresas, que, a su vez, de forma más o menos directa, estaban relacionadas con navieras que  garantizaban pedidos y tareas de reparación de buques. Así, SECN se relacionada con la Transatlántica, la Marítima del Nervión y la Basconia; Euskalduna pertenecía al mismo grupo empresarial que Sota y Aznar; y la Unión Naval de Levante estaba fuertemente participada por Transmediterrá­nea. Ade­más, contaban con el apoyo de poderosas siderometalúrgicas, que les facilitaban los materiales. Sin embargo Echevarrieta y Larri­naga no tenían ningún tipo de apoyo, ya que poco antes de la adquisición de los Astilleros de Cádiz tenía su flota. En resumen, hasta 1925 no recibió ningún pedido de importancia. En ese año, la compañía Ybarra encargó un barco de 6.250 ton. y la Armada un buque escuela de 3.700, cuya quilla se puso el 24 de noviembre de 1925. Sería el Juan Sebastián Elcano, todavía en servicio hoy.

No obstante, y a pesar de las relaciones de Echevarrieta con  altos mandos de la Armada e incluso su amistad con el Rey, no llegaban nuevos pedidos militares. Una nueva posibilidad apareció cuando el Gobierno de entonces, la dictadura de Primo de Rivera, pareció interesado en liberarse de dependencias extranjeras y decidió la construcción de una fábrica nacional de torpedos automóviles. Además, el Directorio le encargó la construcción de un submarino de gran tonelaje, posible inicio de una serie de más unidades.

Echevarrieta buscó apoyo alemán, ya que esa nación estaba interesada, ante las limitaciones impuestas por el tratado de Versalles, en experimentar nuevas ideas técnicas en astilleros fuera de sus fronteras, mientras que la SECN, en razón de su dependencia de Vickers, estaba limitada por esta empresa, de modo que no podía exportar ninguna construcción sin su autorización, restringiéndole a las ventas al Estado español y, a su vez, era obvio que la tecnología que le cedería la empresa británica nunca sería de primera línea. Echevarrieta aprovechó los contactos con los germanos y entró en la constitución, con aporte financiero de Berlín, de la aerolínea Iberia e, incluso, participó en la liza por la consecución del monopolio de productos petrolíferos. En opinión del subsecretario de la Marina alemana, Hans Zenker, parecía dispuesto a montar astilleros en Cádiz, Cartagena y en un tercer lugar no identificado.

Colaboración con los alemanes

Ante la situación a tres bandas, era necesario establecer unas pautas de colaboración. Eche­varrieta había concertado con la Armada la construcción de la factoría de torpedos y firmó, en 1921, un convenio para la producción de unidades navales en un plazo de diez años con Fried Krupp A.G. Germaniarrerft. En este convenio la firma alemana se comprometía a no prestar asistencia técnica a ninguna otra empresa española, mientras que la española hacía lo propio con respecto a las germanas. Además, ofrecía sus astilleros y contactos con la Marina y acordaba comprar a Krupp todo el material que fuera necesario importar y a que los motores Diesel fueran de la casa MAN, de Nürem­berg. Prestarían también asistencia técnica y mano de obra especializada y percibirían un 10 por ciento de las adjudicaciones o ventas que se realizaran, porcentaje que se reduciría al 7,5 en los últimos cinco años. En 1924, Krupp rescindió el contrato y se asoció con la Unión Naval de Levante y Echevarrieta, que había recibido el pedido de un dique flotante, se asoció con la Vulkan Werke. Para la fabricación naval se alió con la Blohm und Voss, a la que pagaría un 10 por ciento del primer buque encargado y un 7,5 de los siguientes. En motores seguía siendo MAN, a través de una filial. En principio, los motores se construirían en España con asistencia técnica alemana.

Foto: Clase E-1.

En 1925, por fin se concierta la edificación de la Fábrica Nacional de Torpedos, aunque la firma definitiva no tiene lugar hasta el 30 de marzo de 1926. Sin embargo, los compromisos firmados por el vasco se refieren a barcos con Blohm und Voss y motores MAN, de modo que negocia de nuevo con Krupp un convenio a través del consorcio IvS, en el participa el gigante alemán y, además, cuenta con el apoyo de la Marina germana. En el asunto interviene nada menos que Wilhem Canaris, quien les convence de que el contrato para la fábrica de torpedos puede ser el principio de nuevas construcciones. Al parecer, los británicos también están interesados en el negocio y ofrecen a Eche­varrieta una financiación mejor, de modo que el financiero pide a Berlín que le den las mismas condiciones económicas e, incluso, insinúa la posibilidad de que Alemania surta a la Armada de aparatos de precisión, especialmente direcciones de tiro, hasta el momento coto privado de Gran Bretaña.

Había reticencia por las dos partes. Así, el 31 de marzo de 1926 tuvo lugar una reunión en la Cancillería alemana al más alto nivel, que no tomó decisión alguna, aunque la opinión mayoritaria era de prudencia. Echevarrieta viajó a Berlín en abril y ofreció toda su influencia para facilitar a la industria alemana de material de guerra la entrada al Ejército y Marina españoles, asegurando que adquiriría a Alemania todo el material que fuera necesaria para la fábrica de torpedos. El 13 de abril hubo otra reunión y, al final se consiguió del Deutsche Bank el pacto de concederle un crédito por 240.000 libras, a un interés del 5,5 por ciento anual.

Se acordó la asistencia bajo las siguientes condiciones: Echevarrieta se comprometía a hacer uso de los datos que se le facilitaran sólo para los suministros a la Armada, conservándolos reservados para cualquier otra persona o entidad; los torpedos construidos solo podían venderse a la Marina española y a la alemana; se facilitaría a la Marina germana todas las experiencias que se obtuviesen en la construcción, pruebas y desarrollo de los torpedos; Echevarrieta y Larrinaga les suministrarían todos los torpedos que le solicitara; todo el personal contratado debía ser de nacionalidad española o alemana.

Foto: El comandante Lothar von Arnauld de la Périère participó las pruebas de mar de los E-1.

De hecho, el Almirantazgo alemán recomendó al ingeniero germano Bruno Inés y se le contrató. Se estableció una oficina en Hamburgo, dirigida por él, que se encargaría de recopilar el material necesario para erigir la fábrica, cuyas obras las dirigiría el arquitecto Pedro Mugurur­za, quien viajó primero a Hamburgo, para ponerse al corriente de lo necesario y después a Madrid y Cádiz. Pero la factoría empezó a dar problemas, especialmente por la lentitud con que se aprobaban los presupuestos. Por otra parte, tampoco hubo acuerdo completo en el tipo de torpedo que se iba a construir, pues mientras que, por una parte, se pensaba en la construcción de ingenios de diseño alemán procedentes de la I GM, por otra, los propios germanos deseaban experimentar con modelos más novedosos y avanzados. Al final, la historia acabó en que no salió ni un solo ejemplar y, en 1933, se rescindió el contrato...

Pero volviendo a los submarinos que es el objeto de este trabajo, como se ha dicho, Alemania veía limitada su capacidad de construir este tipo de unidades en sus astilleros, vetada como estaba por el tratado de Versalles. Sin embargo, con la experiencia de la pasada conflagración, buscaron  trucos para seguir con la fabricación de estos buques y, así, en 1922, un grupo de ingenieros germanos fundaron en La Haya (Holanda) una compañía que se denominó NV Ingenieurskantoor von Scheepsbouw para su fabricación de cara a la exportación. Esta empresa se creó, además de por los propios intereses, de momento no declarados de modo oficial, de la Armada Alemana, también para cumplir  una serie de acuerdos con  algunos países, como Argentina, Italia, Suecia y, como veremos más adelante, con España.

La empresa se fundó con un capital social de 12.000 guilders, puestos a partes iguales por la AG Vulkan, de Hamburgo, y los dos astilleros pertenecientes a la Krupp (Germaniawerft), en Kiel, y AG Weser, en Bremen. Como director técnico, se nombró al Dr. Hans Techel y, como responsable Comercial al capitán de corbeta Ulrich Blum. Mientras la situación se legalizaba, ambos trabajaban en una oficina provisional de la Germaniawerft, reuniendo al equipo técnico necesario. Sin embargo, Argentina perdió el interés por construir una potente flota submarina, pero España, a raíz del decreto citado antes, que  manifestaba la decisión de contar con un número muy aceptable, se convirtió en el objetivo de algunas empresas especializadas. En principio, el interés de nuestro país por los proyectos de la empresa germano holandesa decayó y la IvS pretendió la construcción de dos pequeños buques para la Armada turca. En principio, tampoco obtuvo los contratos y la empresa se vio en dificultades económicas, incluso dejó de recibir el respaldo de las firmas fundadoras y recurrió directamente a la Armada alemana, la cual traspasó  capital de su sección de transporte marítimo, a través de una empresa interpuesta, la Mentor Bilanz, de asesoría financiera.

Además, la IvS consiguió al fin un contrato para la construcción de dos submarinos para la Armada turca, derivados del proyecto del costero UB III, que  se produjeron en Fejenoord y, en 1927, se sometieron a una exhaustiva fase de pruebas realizadas por submarinistas alemanes retirados y después se entregaron, en 1928, y después vinieron otros pedidos de Finlandia, Italia, Suecia, Rumanía, Chile, Argentina y Rusia. Reto­mando lo dicho más arriba, Echevarrieta, sin haber recibido del Gobierno ningún compromiso oficial, a la vuelta de su viaje a Berlín se embarco  por su cuenta y riesgo en la construcción de un submarino, con la esperanza de, una vez terminado, venderlo a la Armada española.

Poca capacidad

Los astilleros de Cádiz no estaban preparados para la construcción de un buque de estas características y su trabajo se limitaría al ensamblaje de las piezas que serían fabricadas en Holanda, Alemania y Suiza. El proyecto elegido se basaba en el modelo Pu-111, diseñado en 1918, que nunca se llegó a construir, pero incorporando las mejoras técnicas surgidas en los últimos años. La quilla se puso el 22 de marzo de 1929 y un grupo de técnicos alemanes encubiertos comenzaron a ensamblar las piezas que llegaban desde los astilleros de Fejenoord. Tras varios retrasos, fue botado el 22 de octubre de 1930, recibiendo la denominación provisional de E-1, con la asistencia del Dr. Techel de la IvS. Las pruebas de mar se iniciaron en mayo de 1931. Para su realización se destacó un grupo de oficiales submarinistas alemanes, encabezados por Lothar von Arnauld de la Périère, ex comandante del U-35 y uno de los ases de la I Guerra Mundial(2).

Antes de las pruebas, Echevarrieta  ofreció a la Armada el submarino por 8.883.750 pesetas que rebajó a 1.725.000, pero no aceptó, pese a lo cual se iniciaron los ensayos y el E-1 se mostró, en general, netamente superior a los tipo C, con los que se comparó. Pero la situación en España había cambiado y al final la venta, y mucho menos la construcción de una serie de unidades, no se produjo. Ello no se debió a la calidad o falta de la nave sino a razones de tipo político, ya que el Gobierno de la Dictadura no se había comprometido a nada y la nuevas autoridades republicanas estaban mas por una colaboración con Gran Bretaña.

La situación para el empresario vasco se complicaba, por lo que buscó otros aliados. Apareció un grupo francés dispuesto a hacerse con el navío, por el que pagaría 1,5 millones de dólares. Además, se ofrecía una sociedad que aportaría la fábrica de torpedos, un contrato para la construcción de mil de estas armas y 15 millones de pesetas en acciones. El gobierno español acababa de devolver los planos del E-1, lo que indicaba claramente su voluntad de no adquirir el buque, lo que supuso una aceleración de las negociaciones con la firma gala, que al final fracasaron. En 1934, Echevarrieta, que estaba convencido que la compra por parte española no se realizaba por razones políticas, insistió en que se realizaran en Valencia una serie de pruebas definitivas. Por entonces había fijado un precio de 13 millones de pesetas. En junio de ese año, la comisión de compras de la Armada decidió solicitar una ley por la que autorizara la adquisición del E-1 en el precio mencionado, pero una vez más fracasó. Entonces, el empresario buscó otros clientes, con la intermediación de Lothar von Arnauld de la Périère, a la sazón profesor de la Academia Naval turca, en un precio de 8.932.100 pesetas. El barco se vendió a la Armada de aquel país, aunque también Polonia parece ser que se interesó. De ese dinero, 2.877.960 correspondía a los gastos de montaje, por lo que quedaban netos 6.054.169, de los que un 18,6 por ciento correspondían a Echevarrieta como comisión, es decir, 1.126.069 pesetas de las que no llegó a percibir ni una sóla.

El 27 de diciembre de 1934, el E-1 se entregó en Valencia a Turquía, recibiendo el nombre de Gür. Como detalle curioso hay que decir que la primera dotación hasta el otro extremo del Mediterráneo estaba formada por cuatro oficiales turcos y el resto eran alemanes. El hispano-alemán sirvió allí hasta 1947 y en 1948 fue sustituido por un segundo Gür, fruto de la ayuda norteamericana, que estuvo activo hasta 1977. Finalmente, un tercer Gür, del tipo U209 1400, ha salido de astilleros alemanes y desde el 2003 luce la bandera turca.

Un fracaso llamado Serie D

Los D son, sin duda, unos de estos barcos que nunca debieron haberse construido. La idea de su fabricación no podía ser más laudable: se traba de poner en servicio unos buques que supusieran una notable mejora de los C, que en el momento de su diseño y encargo eran la espina dorsal del arma submarina española. Su génesis partió del encargo a la SECN de un ejemplar de unas 1.000 ton. y 20 nudos en superficie, totalmente español. La idea, l parecer partió del ministro Giral y del proyecto se hizo cargo el ingeniero Aurelio Fernández Avila. Se le asigno el nombre clave de Sigma II. La tarea era ardua, puesto que hasta entonces los submarinos españoles o se habían comprado directamente en el extranjero o se habían construido sobre diseños y con amplia asistencia técnica foránea, lo cual cambiaba por completo las cosas. No obstante, Giral estaba entusiasmado y deseaba ver cuanto antes la nueva unidad a flote, luciendo la bandera tricolor de la II República(3), así que los pasos corrieron rápido, de modo que los planos de Fernández Avila se aprobaron por la Marina y, el 30 de agosto de 1932, el presidente Alcalá Zamora firmó la Ley que autorizaba la producción del primera unidad, cuya quilla se puso en Cartagena el 22 de septiembre de 1933, habiéndose  dado la orden de inicio de las obras del primero en  noviembre de 1932.

El proyecto no podía ser más ambicioso, ya que se  trataría de un barco de unas 1.000 ton., con una velocidad de 20 nudos en superficie; 9,5 en inmersión; cota de 80 m., seis tubos de 533 mm. y una pieza de 120 mm., a la altura, pues, de los mejores de su clase, pero, como se verá, una cosa son los proyectos y otra la realidad. Al primer Sigma se le asignó el nombre de D-1, con lo que se abría una nueva serie. Algunos comentaristas piensan que precisamente fueron los D los que abortaron la adquisición por parte de la Armada del E-1 y los que pudieran haberle seguido, pero esta es otra historia. En ley de 27 de marzo de 1934, entre otras unidades reautorizaba la construcción de dos submarinos más de la misma serie, que recibirían los nombres D-2 y D-3. Las quillas se plantaron, también en Cartagena, los días 19 de noviembre y 11 de diciembre de 1934.

Foto: Submarino D-1 saliendo de Cartagena en 1944

Pero las prisas con que se había lanzado el proyecto se habían convertido en pasmosa lentitud. Realmente, la experiencia tecnológica española era casi nula y las dificultades surgían una tras otra, de modo que el estallido de la Guerra Civil sorprendió al D-1 muy atrasado y de sus hermanos sólo se había hecho algún acopio de materiales. Las obras se paralizaron totalmente y no se reanudaron entrada la paz. En 1940, el contrato con la SECN había caducado y se hizo cargo de las instalaciones y las obras el Consejo Orde­nador de Construcciones Navales Militares, presidido, precisamente, por Aureo Fernán­dez Avila. Se reanudó la construcción, pero los resultados fueron penosos. Por una parte estaban las propias deficiencias del proyecto, que en el mejor de los casos estaba ya obsoleto, y, por otra, las múltiples carencias que sufría la nación, especialmente en el tema industrial. Finalmente, en 1944, se botó el D-1. Diez años habían pasado desde su puesta en grada y no se entregó hasta 1947. Entonces empezaron los desastres, hasta el punto que una junta de comandantes señaló hasta 21 deficiencias graves, no siendo la menor la inestabilidad longitudinal, que obligaba a hacer emisión proa a la mar, so pena que de hacerlo de través el submarino diera una vuelta de campana. Además, al no disponerse de aceros de la calidad prevista, el desplazamiento del navío había pasado de 1.050 a 1.095 ton. Otro detalle es que se había construido, como sus hermanos, utilizando remachado de las planchas, cuando todos las marinas, especialmente en los submarinos, se habían decantado por la soldadura. En España no se alcanzó un buen nivel en esta técnica, equiparable o superior al de los países de nuestro entorno, hasta los años sesenta.

El D-2 se botó a finales de 1944 y el D-3 lo hizo en 1952. A estas grandes demoras hay que añadir  las  que se tuvieron en  el alistamiento, ya que el D-2 no entró en servicio hasta 1951 y el D-3 hasta 1954. Es posible que estos retrasos se debieran al intento de corregir, sin demasiado éxito, sus múltiples defectos. Ni siquiera la cota de profundidad prevista se logró. Es más, la simple inmersión era un riesgo, de modo que sólo con múltiples precauciones y con la grúa Sansón cerca, el D-1 se sumergió hasta 40 m. en la rada de Mazarrón. Cuando, en 1956, se decidió modernizar parte de la Flota con la ayuda americana, se eligieron los D-2 y D-3 para ser remozados, de modo que, en 1960 el D-3 y en 1961 en D-2, se entregaron a la  Empresa Nacional Bazán  para su modernización, también en Carta­gena. Los barcos fueron recorridos a fondo por ingenieros españoles y americanos. La conclusión fue que el único partido que se podía sacar de ellos era servir de entrenadores de las unidades antisubmarinas. Aún así, se les mejoró la línea de agua, cambió la torre por una más hidrodinámica y eliminó el escalón proel que servía de asiento del cañón, en el proyecto un Vickers de 120 mm., pero en la práctica un Cruz de 88, que también se veía eliminado.

Foto: Submarino D-1

Además, se les dotó de alguna electrónica, como un radar SJ-1, cuya antena se situaba en un mástil no arriable, y un sonar, pero no de snorkel. La consecuencia fue una ligera variación en su velocidad, 18,5 nudos en superficie y 10 en inmersión, pero no se eliminó la inestabilidad, ni siquiera su elevado nivel de ruido en navegación. Al viejo D-1 simplemente se le retiró el cañón. A partir de 1962 se cambiaron sus siglas, pasando este a S-11 y los D-2 y D-3 a S-21 y S-22, respectivamente. El 15 de diciembre de 1962 y el 15 de abril de 1963 se devolvían a la Armada los barcos modernizados, donde, con más pena que gloria, prestaron servicio hasta su baja, el 3 de marzo el S-11, el 1 de abril el S-21 y el 2 de febrero –todos de 1971– el S-22. Esta es la resumida historia de los primeros submarinos de proyecto español. Durante la Guerra Civil se recibieron dos excelentes submarinos italianos y después, por avatares de la Mundial, un alemán VII C y podría haberse incorporado alguno más. Se planteó la idea de la construcción de seis unidades semejantes, que al final no se llevó a cabo, afortunadamente, porque era obvio que en 1945 los sumergibles habían dado un salto de gigante, especialmente con la aparición de los germanos tipo XXI. También se produjeron, sobre diseños alemanes, cuatro submarinos enanos, pero fue la ayuda americana la que relanzó este arma española, hasta la construcción de dos series de concepción francesa, la primera de las cuales ya esta siendo retirada de la lista de la Armada.

Notas:

(1) Sólo con la Iglesia estos siniestros personajes se ensañaron con la misma crueldad. Prácticamente la oficialidad del Cuerpo General fue exterminada. En los submarinos, sin embargo, no se cometieron desmanes. Se limitaron a desembarcar a los ofíciales sospechosos y entregarlos en tierra. Los asesinatos vinieron después.

(2) Su nombre está relacionado también con la idea de embarcar hidroaviones a bordo de  submarinos.

(3) Recordemos que la I República tuvo la cultura y el buen gusto de respetar la bandera tradicional, eliminando sólamente los símbolos monárquicos, como la corona y el timbre de la casa reinante. La corona real debía sustituirse por la mural, pero en la práctica, muchas veces, simplemente se cubrió la corona real con una parche de color amarillo.

 


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